Poemas de Victor Hugo (1802 – 1885)

El espíritu humano

Y veía, a lo lejos, arriba, un punto negro.

Como se ve una mosca en el techo moverse,
iba y venía el punto; la sombra era sublime.

Y siendo el hombre alado cuando piensa, el abismo
me atraía en la noche más y más cada vez
como un alga que arrastra un flujo tenebroso
y hacia ese punto negro, en la lívida hondura,
me sentía emprender desde mí mismo el vuelo
cuando fui detenido por alguien que me dijo:
—Alto.

Y, al mismo tiempo, vi extenderse una mano.
Estaba ya muy alto entre la nube oscura.

Y vi que aparecía una extraña figura;
un ser lleno de bocas, de alas y de ojos,
vivo, lúgubre casi y casi radiante.
Volaba, vasto; varias alas tenía calvas.
Al mover las pestañas de sus ojos terribles,
hacía más rumor que una banda de pájaros,
y sus plumas hacían ruido de grandes aguas.
Pesadilla carnal o visión de un apóstol,
parecía una bestia, parecía un espíritu.
En el aire en el cual le sorprendió mi vuelo,
parecía dar luz y crear las tinieblas.

En calma me miraba en las fúnebres brumas.

Y yo sentía en él alguna cosa humana.

¿Qué eres, pues, tú que vienes a cerrar mi camino,
ser oscuro, temblando al soplo de estas brumas?
—le dije.

Respondió: Soy una de las plumas
de la noche, ave oscura de sombras y de rayos,
pavo real abierto de las constelaciones.

Soy lo que corre, vuela, vaga, se hincha, se calma;
soy a la vez aquello que se desploma, pesa,
traba al ala que vuela, retiene a lo que escapa,
y baja, pues el fondo de mi ser es la noche.

—¿Tu nombre?
Replicó:
Para ti que ves, lejos
de las causas flotando, sólo un haz de las cosas,
soy el Humano Espíritu.

Yo me llamo Legión.
Yo soy el gran enjambre de los ruidos, contagio
de las palabras vivas que van de un alma a otra.
Soy soplo. Soy ceniza, soy humo y llamarada.
Ora instinto brutal, ora impulso divino.
Soy ese gran pasante, vasto, invencible y vano
que llaman viento, y tengo el lucero y la chispa
en mi palabra, y soy aliento universal;
no la boca: el aliento; un céfiro me agranda
y me abate; cuando he respirado, he dicho todo.
Gigante, enano, falso, veraz, sordo y sonoro,
populacho en las sombras y pueblo en las auroras;
digo yo, digo nosotros, afirmo, negamos.
Soy flujo de las voces y de las opiniones;
el fantasma del año, del mes, de la semana,
hecho del grupo en fuga de la neblina humana.
Hombre, la rueda oscura de la contradicción
se mueve siempre en mí, yo soy como Ixión.
Demos, soy yo. Yo soy lo que anda, espera, rueda,
llanto y risa, fe y duda; soy el demonio Masa.

Soy, igual que la tromba, huracán y pilar.

Al mismo tiempo vivo en el modesto hogar.
Sí, yo arranco al tizón la chispa repentina
que hiere a un vago germen que se oculta en el cráneo,
y que hace en el espíritu pensante una explosión
con las frentes dobladas que horadan la tiniebla.
Vivo a su lado, íntimo vigilante, y combino
el lúpulo de Flandes y la viña sabina,
la franca dicha ática y el reír de los galos,
el antiguo descuido con sus amables leyes,
paz, libertad, contento, sensatez es lo mío;
es con lo que emborracho a Sterne y Erasmo, incluso
a Diderot salvaje; y hago verter un poco
desde el jarro de Horacio hasta el de Rabelais.

Prosiguió:
—A quienquiera que empiece yo le grito:
—Basta. No más. —Yo soy el inmenso mediocre.
Cada vez que se habla y que se dice: Moda,
intermedio, mediano, mediador, meridiano,
con todos esos términos se me invoca y conmina,
y a veces se me ensalza, a veces se me injuria.
Soy la idea de Centro; el ser neutro que va
sin ver abajo a Iblis ni arriba a Jehová;
en el número soy Multitud; en el ser,
límite: me opongo a saber demasiado,
buscar, hallar, errar; a llegar hasta el fin;
soy Todos, misterioso enemigo de Todo.
Soy la ley que detiene, que amuralla, que ciñe
y a la naturaleza da siempre un horizonte;
azul e irrespirable, el éter en las cimas,
y en el abismo sordo e inaplacable, el peso.
Soy quien dice: Ésta es tu esfera. Aguarda. Para.
Todo ser, hombre o piedra, ángel o bestia, tiene
sus fronteras, y debe, preso en su forma de hoy,
someterse a las leyes que se anudan en él.
Tengo por nombre Límite, tengo por nombre Centro.
Soy guardián del umbral de cualquier mundo. Vuelve.
Todo lo tengo asido, circunscrito, domado.
Desconfío, por miedo de llegar al extremo,
de la locura un poco, de la sensatez mucho.
Yo tengo el entusiasmo y el apetito atados.
Para que lo real no lo aparte del bien,
unzo al género humano un perro y un león.
Como soy soplo y peso, nada puede evitarme,
pues todo flota, espíritu; todo gravita, cuerpo.

Y la explicación, ya te lo he dicho, oh viviente,
es que soy el espíritu material, soy el viento,
y a la vez la materia impalpable, la fuerza.
Hago que toda savia quede tras la corteza
y empaño con mi soplo todo espejo tramposo.

Contra la borrachera del siniestro infinito
guardo a los pensadores, pobres moscas endebles.
Cojo los pies de aquellos que al azul dan sus alas,
soy perfume, veneno, bien, mal, silencio, ruido,
arriba mediodía, abajo medianoche;
voy y vengo, yo soy la alternativa triste,
la hora que hace salir, golpeando la sombra,
de día doce apóstoles, de noche doce cesares.
Con lo bello doy forma a lo grande: hago el arte.

En los medios humanos, en las brumas carnales,
me muevo y veo; yo soy el tropel de pupilas.
Yo soy lo universal y yo soy lo parcial,
y nazco del vapor como el agua del cielo,
y broto de la roca igual que la saxífraga.
Salgo de verdes sendas, del hogar, del naufragio,
del camino empedrado, del mojón de los campos,
de un harapo de ahogado secándose en la arena,
del fuego que se apaga, de la flor que se mustia.
Me he llamado Pirrón, me he llamado Aristófanes,
Demócrito, Aristóteles, Esopo o bien Luciano
Diogenes, Timón, o Plauto, o Plinio el Viejo,
Cervantes, Bacon, Swift, Locke, Rousseau, Voltaire.
Yo soy el resultante enorme de la tierra:
La razón.

*

Yo allí estaba, mudo, absorto, turbado;
y mientras yo escuchaba, el ser seguía hablando:

—El misterio a nosotros se nos abre. Es lo nuestro.
Para el abismo soy un espectro; ante el hombre,
la voz que dice: id, pero sabed adonde.
Vago junto a la nada recorriendo el pretil.
Aviso.

Prosiguió:
—Escucha, tú que tiemblas
sin poder tan siquiera entrever los conjuntos:

Los hombres me ignoráis y yo os conozco a todos;
sigo siendo vosotros aun fuera de vosotros.

Entre las muchas bestias y los selectos ángeles,
existe, en cada tierra como en cada satélite,
un ser aparte, idea carnal, alma, materia,
hoja mixta del libro de la naturaleza,
última hoja del Monstruo y primera del Genio;
criatura en que el fango y el oro se armonizan,
la mitad en la bestia, la mitad en la idea,
llama acoplada con el cuerpo su enemigo,
doble rayo torcido de sombra y alba en fiesta,
misterio; con un pie, en la escala de vida,
sobre un final, y un pie encima de un comienzo.
Ese ser que compara, siente, contempla, ama,
es el hombre. Que acrezca, guarde o siegue la muerte
a ese esbozo sublime, casi obra maestra,
que tenga lo que él llama un alma, en este instante
no me refiero a eso, te digo solamente
que en todo el hombre existe, siendo centro de seres.
Vive junto a los soles, fuegos, astros, ancestros.
En tierras más o menos alejadas del fuego,
vive y doma su globo; es grande, es poca cosa;
por la forma diverso, uno en naturaleza;
de animal y de planta es la hidra que le ciñe;
está en la cumbre misma de su visible propio
y, larva en que se cruzan dos fulgores, apoyo
de un fenómeno entero, idéntico a sí mismo,
marca doquier el mismo estadio del problema;
entre el ala y el vientre es el ser que está en pie;
es por doquier el rey planetario; posee
por doquier y gobierna el astro intermediario
en medio de la sombra y el gran sol incendiario.
Todo globo que gira en tomo a un resplandor
es planeta de lejos, de cerca humanidad.

Ahora bien —pues en mí tu ojo se hunde y penetra—
de ese ser, el espíritu colectivo soy yo.
Doquier, en toda forma, y aun en la inmensidad,
tú eres tan sólo hombre; yo soy humanidad.

*

El ser horrendo, en vuelo en la sombra insondable,
añadió:
—Nadie debe salir de lo posible;
nadie ha de transgredir su realidad. No obstante,
quiero, puesto que llegas a esta sombra, imprudente,
hacer una excepción contigo a quien encuentro.
Cualquier meta que busques, yo no habré de oponerme;
consiento incluso, hombre, en colmar tus deseos.
Pues soy de lo infinito, yo puedo lo que quiero;
mi mano lo abre todo pues que todo lo cierra;
quien se abreva en la noche puede beber del alba,
y todo lo que quieras te lo concederé.
¿Qué es lo que pides? Habla.

Y en el pavor sagrado,
yo, junco al viento, brizna de paja vil, callaba.
—No dirás que llegaste aquí, dijo el fantasma,
para no preguntarme alguna cosa. Vamos,
habla. ¿Quieres fogatas, o quieres nimbos, rayos?
¿Qué quieres de este abismo en el que, si me asomo,
la nube hecha paloma acude, hosca y blanca?
¿Quieres saber el fondo del áspid, del gusano?
¿Quieres que yo te lleve conmigo por el éter?
Te obedeceré. Habla. ¿O tendré que mostrarte
cómo llega la aurora, y cómo va al encuentro
del olor de la flor y del canto del pájaro?
¿Quieres que sujetemos del morro a la tormenta,
y que rodemos juntos en plena tempestad
cuando el viento en jauría corre sobre la espuma
y cuando el trueno, arquero, y el rayo cazador
asaetan la piel escamosa del mar?
¿Quieres que a manos llenas los dos, en lo invisible,
viandante, cosechemos la terrible ilusión?
¿O que nos asomemos los dos a los secretos,
y miremos de cerca a la naturaleza
mientras ella produce en la inmensa penumbra?
¿Acaso estás curioso de ese parto sombrío?
¿Quieres mirar el germen y mirar cómo brota
el sueño o el peñasco, el dormir o los ríos,
sorprender en el acto a la creación, madre
de todo lo real y toda la quimera?
¿Quieres de un nacimiento escuchar el rumor,
ver brotar un edén, presenciar la primicia
de una esfera, de un globo en flor o de una luz?
¿O ver surgir la idea, deslumbrante y altiva,
en busca de su esposo el genio por los cielos?
Di, ¿quieres en la noche, o bien en el destino,
ver levantarse un astro o levantarse un alma?
Ya puedes escoger. Pide, interroga, exige,
habla. Estoy esperando. ¿Hay que agarrar, yo puedo,
por la greña una estrella en la fuga nocturna
y traértela, espléndida y toda temblorosa?
¿Qué quieres? ¿Quieres ver diez soles, o sesenta,
levantarse a la vez en sesenta universos?
¿O en el umbral abierto del cielo ver al alba
desenganchar los siete caballos de la Osa?
¿O quieres que en la sombra de donde brota el día,
hombre, para que tengas tiempo de examinarlos,
los mundos, que un eterno prodigio hace dar vueltas,
se paren un momento para tomar aliento?
Habla.

Abatió el espíritu sus alas de falena
y calló. Tembló el aire bajo mis pies audaces.
La áspera oscuridad que nos veía a ambos
y lucía a lo lejos con vagas aureolas,
pudo oír aquel triste intercambio de frases
entre el extraño espíritu y yo, hombre asombrado:

—No, no, nada de eso.
—¿Qué es lo que pides?
—ÉL.
—¿Eh? —exclamó el espíritu.

Y todo se esfumó
y una como luz pálida tras de la espesa nube
se hundió en el aire negro como un cielo cimerio.
Se oyó una carcajada y yo ya no vi nada.

*

No siendo más que un hombre de carne miserable,
en la oscuridad fiera, áspera, impenetrable,
en las brumas sin fondo, sin bordes, cual sudario,
yo pensaba en lo horrible que es encontrarse solo.
Luego volvió mi espíritu a su afán: conocer,
saber; —mientras la sombra turbia, horrible, traidora,
rodando entre sus ecos la negra risa irónica,
crecía en el espacio como en mi corazón.

Y grité, replegando mis alas ya cansadas:
—¡Decidme solamente SU nombre, espacios tristes,
para que lo repita para siempre en la noche!

Y no oí nada más que la brisa que huye.

*

Y me pareció entonces que, en sombrío espejismo,
igual que torbellinos que un gran viento empujara,
veía ante mis ojos en confusión pasar
y crecer y temblar, huir, desvanecerse
esas criptas del vértigo, esas urbes del sueño,
Roma que en sus frontones transforma en cruz su espada,
Tebas, Jerusalén, Meca, Medina, Hebrón;
figuras que llevaban en la mano un clarín,
y árboles horrorosos y cavernas y bálsamos
donde en el viento rezan tenebrosos Jerónimos,
y entre aquellas babeles, torres y templos griegos,
frentes de escollos hórridos con algas por cabellos;
y todo aquello, Nínive, Delfos, Éfeso, Abdera,
tumba de San Gregorio donde brilla una lámpara,
gradas de Benarés, pagodas de Geilán,
montes de donde el águila toma impulso de noche,
minaretes, wigwams, Partenón, templo de Aglaura
donde se ve el alba, flor vertiginosa, abrirse,
y gruta de Galvino, y cuarto de Lutero,
paso de azules ángeles por entre el éter líquido,
y trípodes donde arden almas, ojos de brasa
de la gran perra Escila sobre el mar calabrés,
Dodona, Horeb, perdidas rocas, bosques graves,
y convento de Ejmiatsin con cuatro torres blancas,
negro crómlech bretón, horrible cruack de Irlanda,
Paestum donde las rosas suspenden su guirnalda,
y templos de los hijos de Cam, de los de Set,
todo flotaba lento y se desvanecía
en una especie de áspera y vaga perspectiva;
y era todo, delante de mi pupila atenta,
sólo pura visión de ésa que no hace ruido,
y pura forma oscura dispersa por la noche.
Y, pálido, en voz baja, lancé este grito oscuro,
sin osar levantar la voz entre las sombras:

¡Seres! ¡lugares! ¡cosas! ¡noche fría que callas!
cedros de Salomón y fresnos de Teutates;
oh buzos de la nube, portadores de tablas;
adivinos, videntes, magos, hombres horribles,
oh tebaidas y selvas, y soledades; ombos
en donde los doctores que viven en las fosas
se llenan de infinito como de agua una esponja;
oscuros cruzamientos de visiones y abismos,
sueño, blanca ventana de las apariciones;
gérmenes, avatares, noche de encamaciones
donde vuela el arcángel y el monstruo se revuelca;
oh muerte, negro puente natural entre estrellas,
oh comunicación entre el hombre y el cielo;
coloso de Minerva Aptera, a cuyos pies
el viento con respeto derriba a quienes pasan;
olas volviendo siempre y siempre rechazadas;
calvo Apolonio, viejo soñador sideral;
oh escribas, con la punta del bastón augural
trazando el tenebroso rasgo del alfabeto;
epoptos griegos, yoguis, faquires, bonzos, druidas,
torres desde las cuales saltan circunceliones,
santuarios y trípodes, aras, fosos de fieras;
los que visteis sudar frentes de sabios pálidas,
cementerios, reposos, asilos, negros sitios
donde se va a limpiar, vencido, el pensador;
pintada y monstruosa gruta del rey Psamético;
Francisco de Asís, Bruno, Escoto, Santa Rípsima;
caminantes que atrae el fulgor de la cima;
siete sabios que habláis en la sombra a Girselo;
oh temibles reclusos del desierto y el sueño
que estáis cuchicheando con bocas invisibles;
frentes que inclina el cielo del que bajan las biblias;
espectros, extravíos de lámpara y antorcha;
tú que ves Canaán, oh montaña de Nebo;
monjes del monte Atos cantando oscuras prosas;
libélulas que en Asia rondan las pomarrosas;
Istmo de Suez que cierra cual cerrojo la India;
oh bóvedas de Elora, del monte Merú grupas
de donde escapa el Ganges de grandes aguas sacras;
oh sombra que pareces no comprender que creas;
oh los que gritáis: ¡duelo!, o gritáis: ¡esperanza!
Esfera siempre solo en lo hondo siempre negro,
que vas buscando a Dios por las mil brechas fúnebres,
blancas y tristes, que hacen en el alma las sombras;
sacerdotes seguidos de noche por la duda;
oh salmistas, David, Etán, grave Iditún,
Juan, interlocutor del ave Querubín;
y vosotros, poetas, Dante horrendo de abismo,
trágica frente vasta cubierta de laurel
que regresas, dejando que la oscuridad grite,
trayendo en tus pestañas el fulgor del Averno;
domadores que entráis sin temblar en las cuevas
a forzar el aullido hasta su madriguera;
y los pilotos nubios que remontáis el Nilo;
oh ciervo prodigioso de astas negras que bramas
en la selva de djines, de pándits y de brahmas;
hombres sepultos vivos, soñando en vuestros féretros;
pastores acodados; oh espesuras; escollos
donde al caer la noche alguien sueña siniestro;
Pitia sentada enfrente del cabo de Canistro;
rincón de la siringa donde los soñadores
distinguen vagamente sátrapas con sus mitras;
selenitas a quienes la luna embriaga y turba;
y pilas que sangráis tan sólo agua bendita,
oh llanto de los mártires; oh sabios indecisos;
Merlin, en carbúnculo indecible sentado;
Job que contempla, y tú, Jerónimo, que piensas;
decid, ¿es imposible ver un poco de luz?

*

Y esperé, taciturno; después exclamé: ¡Cómo!

¿Ha de caer el hombre, perdido, extenuado,
igual que el moscardón contra el vidrio blancuzco?
¡Cómo! ¿Todo irá a dar a una nada suprema?
¿Los que buscan temblando se esforzarán en vano?
¿El hombre habitaría la sombra, allí escondido?
¿Andar no es sino errar? ¿Se castigan las alas?
Profundo cielo, ¿el alba sería una ilusión?
Y yo entonces, alzando la voz, brazos en alto,
grité con extravío: —¡Eso no puede ser!
¡Gran invisible, gran ignoto, bueno o malo,
te lo digo en tu cara, oh ser: es imposible!

*

Y por segunda vez se oyó una carcajada.

Y más bien que una voz esa risa era un rictus,
largo tiempo movió la sombra visionaria,
luego, desvaneciéndose, rebotó como un trueno
contra aquel prodigioso silencio en que la nada
parecía vivir, quieta, insondable, abierta.

*

Mientras, se hizo la sombra visible poco a poco
y aquel ser que me había hablado anteriormente
reapareció, esta vez crecido hasta el espanto;
llenaba hasta lo alto la bóveda sombría
como si el infinito hinchara ese fantasma;
de modo que el espíritu terrible ya era sólo
unos rostros que en flujo y reflujo rodaban,
un hormigueo sordo de hidras, de hombres, de bestias,
cual si al fondo del cielo se agolparan cabezas.

Y a veces las cabezas parecían reñir.
Yo veía en la sombra mil ojos echar chispas.
El monstruo se agrandaba sin cesar, en silencio;
y yo ya no sabía qué era. ¿Acaso era
un gran monte, una hidra, una sima, una urbe,
una nube, un oscuro montón, la inmensidad?
Yo sentía clavados en mí todos sus ojos.
De pronto, estremeciéndose como un árbol que tiemble,
el fantasma gigante se expandió en unas voces
que en sus flancos confusos a la vez murmuraban;
y, como de un brasero se ven chispas caer,
como dispersas aves, palomas o cercetas,
que vemos apartarse de la bandada al paso,
como sale de un bosque un verde remolino,
como, en unas alturas que los vientos agitan,
van volando las nubes que huyen de la tormenta,
esas voces, mezclando gritos, llamadas, cantos,
desprendidas del ser inmenso, informe y negro,
vagamente mostrándome o máscaras o bocas,
sonaron sobre mí con sonidos feroces,
a veces todas juntas y a veces una a una,
como cuando unos montes, al levantarse el día,
uno tras otro al fondo del horizonte asoman.

Y unas formas, saliendo de aquel monstruo, me hablaron:

Victor Hugo.
Dios, 1891.
Traducción: Tomás Segovia.

El murciélago

El ateísmo

Y vi encima de mí, lejos, un punto negro.

Y el punto parecía una mosca nocturna
volando en esa hora que invita a la plegaría.
Y, siendo el hombre alado cuando piensa, bien pronto
crucé el éter que se abre al vuelo del espíritu.

Y vi que aquella mosca nocturna era un murciélago.

Y el ave sola y lúgubre volaba en el espacio,
y decía:
—Es enorme y horrendo. Lo que pasa
ante mis ojos me hace temblar. Es espantoso.
¿Cuándo podré salir de la sombra?

Y al verme
gritó:

*

—¿Qué quieres pues de mí, oh tú que pasas?
Contemplo extraviado la estúpida materia.
Escucha: Yo soy esa ave negra que hallaron
Demogorgón en Grecia, el dios Shiva en la India,
y contemplo el horror de la triste natura.
¿Cuál es, hombre, el sentido de la horrible aventura
que llaman universo? Lo busco y tengo miedo.
Interrogo a este bloque que es tan sólo un vapor;
observo el infinito monstruoso y escruto
el topo, el sol, el árbol, el hombre, el animal.
Estoy triste. Oh viandante, ¿conoces este término:
nada? Lo que llamamos mal quizá es el bien.
Si se colma un abismo, otro pozo se excava.
Tormento, placer, risa y clamor doloroso,
flujo y reflujo, justo e injusto, bondadoso,
malvado, blanco y negro, diamante y vil carbón,
falso, real, picota y halo, pingo y púrpura,
día y noche, no y sí, vida y muerte: vaivén
de lanzadera loca del tejedor de noches.
¿Se conoce qué sirve y qué es lo que es dañino?
Todo germen es plaga, todo choque es desastre,
el cometa, tizón de mundos, raja el astro;
el mismo ser que es víctima es a su vez verdugo,
y para el moscardón la golondrina es buitre.
El guijarro es molido por las bestias de carga,
el burro pasta cardos, el hombre engulle al hombre,
pace el cordero flores, pace el lobo corderos.
¡Triste cadena donde muerde una anilla a otra!

Y es nada lo que vemos: hijos que matan padres,
tiburones, Nerones, Sejanos, malas víboras,
todo eso es poca sombra y un pequeño terror;
en lo infinitamente pequeño hay más horror.
El átomo es rufián que devora otro átomo;
tiene su red la araña y su reino el gusano;
los hormigueros son babeles; achicándose,
el animal se acerca cada vez más al mal;
más decrece su fuerza, más deforme es el bicho;
y cuando las contempla con su ojo grandioso,
hombre, las gotas de agua asustan al océano.
La perla del rocío tiene, girando en ella,
a Tifón y a Satán para siempre. Lo efímero
es Moloch. La quimera atroz del infusorio
rechina, y si el gigante descubriera al embrión,
el behemot huiría delante de vibrión.
Un vil grano de arena es un globo que rueda;
como la tierra, arrastra una multitud lúgubre
que se odia y se obstina y se execra, y sin fin
se devora. El rencor vive detrás del hambre.
La esfera imperceptible es igual que la grande,
y el pensador escucha, cuando aguza el oído,
una rabia tigresa y unos gritos leoninos
rugir profundamente en los mundos enanos.

Toda fauce es abismo y quien come asesina.
La fiera tiene garras y raíces el árbol,
y la raíz horrible de aspecto de serpiente
tiende en la oscuridad sombrías emboscadas.
Todo para morderse se abraza, estrecha, envuelve.
El orden es un crimen general y monstruoso;
todo ser bebe de esta sangre inmensa que fluye
de toda la creación como de un vasto flanco.
Se lucha, agrede y hiere, se sangra, sufre y llora.
Todo aquello que veis es larva; todo os miente;
todo al punto se funde en la sombra, pues todo
tiembla bajo el misterio inmenso y se disuelve.
La noche es al espectro lo que el agua a la nieve.
La voz se apaga antes de preguntar: ¿Qué sé?
La primavera, el sol y las bestias en celo
son sólo una quimérica y monstruosa flor.
A través de su sueño sufre azorado el mundo.
Abril es el erótico sueño de lo abismal,
la polución nocturna de los frescos arroyos,
las frondas, los perfumes, las albas, los gorjeos.
Sólo el horror pervive, y todo lo prosigue,
y en tal instante, un viento que sale de la nube
dibuja algún contorno, algún rayo, algún ojo
en este torbellino negro de airados átomos.

Oh viandante: el espíritu, el viento, la hoja seca,
el silencio, el estruendo, esa ala que te lleva,
la luz que crees ver a veces, lo que brilla
y lo que tiembla, el cielo, el ser: ¡todo es la noche!
Y la creación entera, sin excluir al hombre,
con lo que el ojo ve y lo que la voz nombra,
con sus mundos, sus soles, sus cauces inauditos,
sus meteoros locos que vuelan deslumbrados,
con sus globos de oro como tremendas bóvedas,
con sus interminables tránsitos de fantasmas,
la onda, el enjambre, el ave, el lirio bendecido,
¡es solamente un vómito de sombra en lo infinito!
La noche engendra el mal y el mal da lo peor.
Escucha atento ahora lo que voy a decirte:

—Se interrumpió el murciélago, turbado de terror,
y sombrío, temblando, continuó:

Yo he ido
al fondo de la sombra, y allí no he visto a nadie.

*

Me estremecí. El ave prosiguió:

¡Para siempre
temblaré en este abismo donde vago espantado!
En esta oscuridad, nadie que diga: ¡Yo!
¡Negro esbozo de nada que no termina nadie!
Ni voluntad, ni ley, ni polos, ni mitad;
un caos hecho todo de nadas; ningún Dios.
Dios, ¿por qué? Lo ideal está ausente. En el mundo
el nacer es obsceno y el amor es inmundo.
Por lo demás, ¿se nace?, ¿se vive?, ¿en qué consiste
lo vivo, lo real, lo cierto, lo completo?
Esas frentes pensantes que yo bato en las noches
preguntan a las cosas vanamente: están sordas.
El agua corre, el árbol crece, rebuzna el burro,
el lobo aúlla, el bicho roe. Nada responde.
El abismo sin meta, triste, idiota y exánime,
esa cosa espantosa que se ignora a sí misma,
eso es todo. Y es eso cuanto sé en mi mortaja.
Lo infinito me aplasta por más que diga: ¡Basta!
Es horrible. Por siempre esa triste visión.
Nunca el fondo, jamás el fin, jamás el límite.
Y así, te lo repito, pues pasas por aquí:
oigo gritar abajo: ¡Cristo, Alá, Jehová!
Todo es sólo un montón de apariciones locas,
y nada existe; ¿cómo expresar en palabras
el estupor inmenso que domina a la noche?
Lo invisible se borra y lo impalpable huye.
La sombra duerme; el feto se mezcla con la escoria;
la forma, vano aspecto, se pierde entre los números.
Nada tiene sentido: certeza, esfuerzo, objetos,
todo es absurdo, vacuo y falso, hasta la muerte.
Lo infinito sombrío desvaría al fondo de la tumba.
El féretro es cencerro donde suena el cadáver.
Si alguna cosa vive, es algo aún no nacido.
Mundo, aunque boquiabierto, sordo, asombrado, fúnebre,
con la tiniebla dentro y la tiniebla en torno,
sin que un rayo, nacido de esa fúnebre bruma,
venga nunca a aclarar el inmenso horizonte,
ni criminal siquiera, ni siquiera culpado,
el mundo va al azar en la noche sin fin,
y, carente de aurora, no tiene una pupila.
El mundo avanza a tientas en su propia nonada.

*

Y la noche llenaba el cielo gigantesco;
y se volvió el murciélago a la sombra terrible;
y yo escuchaba al pájaro, oculto, pero horrible,
gritando:

¡Dios no es! ¡Dios no es! ¡Desconsuelo!

Victor Hugo.
Dios, 1891.
Traducción: Tomás Segovia.

El cuervo

El maniqueísmo

Y sobre mi cabeza observé un punto negro,
y el punto parecía una mosca en la sombra.

En el hondo nadir que la sombra recubre
donde sin pausa, siempre, siniestro y sin hablar,
algo desconocido y sombrío desciende,
las brumas indistintas y grises, humo enorme,
lúgubremente hundiéndose se quedaban sin forma
como innúmeros caos caídos uno en otro.

Bajo mis pies alados, siempre arriba, dejando
el abismo allá abajo con su sombra inferior,
volé bajo la bruma y en el viento que llora
al abismo de arriba, oscuro como tumba.
Me acerqué a aquella mosca, y supe que era un cuervo.

*

—¡Son dos, oh Zoroastro!
Espíritu de vida, águila, astro, el uno,
que irradia, crea, ama, ilumina, construye;
y el otro la inmedible araña de la noche.
Son dos: uno es el himno, el otro el abucheo.
Son dos: uno el sudario y el otro el ser; la nube
y el firmamento, el párpado y el ojo, noche y día,
el odio atroz, sombrío, sin piedad, y el amor.
Son dos que se combaten. El combate es el mundo.
Uno que al azul mezcla su cabellera rubia,
es el ángel, aquel que en el abismo oscuro
trae la claridad, la dicha pura, el lirio;
del monstruo de pies hórridos atraviesa las telas;
en su mano titila un gran temblor de estrellas;
¡es hermoso!; en el cieno sembrando el ser y el germen;
encendiendo blancuras en las cimas de montes
e infundiendo en las cosas un fuego misterioso,
llega, y entre sus dedos rosas se mira el alba;
todo ríe, la hierba es verde y el hombre dulce.
El otro surge a la hora en que lloran de hinojos
juntas madres y hermanas, Raquel, Hécuba, Electra;
la noche monstruosa deja ver el espectro;
sale del vasto hastío de la sombra que cae;
hace parar la savia y hace correr la sangre;
el jardín a sus pies se transforma en osario;
del horror infinito va arrastrando el sudario;
sale a fin de hacer que hagan las tinieblas el mal;
hosco, en el ser carnal y en el ser aromático
penetra; y a la vez que en la otra faz del mundo,
abatiendo y mondando los ramajes del crimen,
el deslumbrante Ormuz pone en su frente clara
esa tiara dorada que llamamos el sol,
él, en el horizonte siniestro de la noche,
se yergue con la máscara horrible de la luna,
y echando a todo astro una mirada oblicua,
ronda, ladrón de sombra, ladrón de inmensidad.
Gracias a él, el incendio nacido de una chispa,
el jaguar que devora por siempre a la gacela,
la peste, los venenos, la espina, la negrura,
la agria cicuta a quien la sierpe dice: Hermana,
el fuego en que arde todo, el agua en que zozobra,
la avalancha, la roca que destroza al navío,
el viento, azote de árboles, exhiben bajo el cielo
la vasta impunidad de la maldad eterna.
Se inclina aterrador sobre aquellos que sueñan;
hacia él, a través de las sombras, se elevan
los cánticos del monstruo y el humo de la hoguera,
las lenguas de las víboras que tratan de lamerle,
los lomos cariñosos de las bestias que anima
y los interminables maullidos del abismo.
Lanza todos los gritos de guerra de los hombres,
en los combates hórridos es él ese que aplaude
y, soltando la muerte que abate las cabezas,
añade ese relámpago al brillo de la espada.
Marcha con la jauría de los males en tomo;
lanza el agua a la roca y al hombre el animal;
cada noche, parece que va a triunfar; ahoga
al cielo, alza la mano, va a capturar la presa:
¡el mundo! Y el océano tiembla, el abismo hierve,
le rechinan los dientes de alegría y, de pronto,
a la hora en que los parsis, los magos y los guebros
oyen a ese bandido que ríe en las tinieblas,
he aquí que del abismo un rayo blanco surge,
y que, sobre el enfermo que expiraba en su cama,
y las madres que oprimen sus manos angustiadas,
sobre el gemido loco de lúgubres mareas,
sobre el justo en la tumba y el esclavo en cadenas,
sobre el escollo, el bosque profundo o el volcán
y todo ese universo que la sombra proscribe,
la aurora ya despliega su infinita sonrisa.

*

Bajo el mundo, azorado, atado en triple nudo,
un ser que apenas sabe si existe se remueve;
es el idiota, oscuro prisionero del sótano,
caos, si es que se puede dar un nombre a ese esclavo.
Estúpido, allí sueña, sólo espectros lo han visto,
oculto entre los pliegues de todos los sudarios,
esbozo por arriba y escombro por debajo,
mendigando en la sombra sordamente un fulgor,
sollozando al azar, formidable llorón,
alza sus dos muñones, ignorancia y terror;
y las lluvias eternas y lúgubres lo inundan,
repta en un agujero que es un bache del mundo,
sin ojos, pies ni voz, mordiendo y devorado,
golpeando las paredes del abismo, aturdido
de rayos que le llueven cual dardos en un blanco,
especie de atroz tronco cuya vaina es el negro
cascarón de ese huevo que trajo al universo;
su cráneo bajo el peso de la nada se aplana;
y se ve vagamente, a tientas por lo informe,
al fondo del sinfín, a ese tullido enorme.

Ni siquiera oye el ruido que hacen en las alturas
los dos principios dioses que hacen temblar su celda,
ni el de sus pataleos sobre su triste casa.
El malo quiere que él reine; el bueno, que muera.

*

Así luchan los dos iguales poderosos;
el que es rey del espíritu y el que agria los sentidos;
las cosas a su soplo expiran o vegetan.
Nada está encima de ellos. Están solos. Se lanzan
primaveras e inviernos, rayos y resplandores;
son de la creación el duelo aterrador.
Todo es su guerra. Están en la llama, en la onda,
en la tierra en que humea el monte y gruñe el aire;
sus choques estremecen el firmamento y hacen
temblar los soles de oro en el techo sombrío;
y el nido es sobre el musgo su campo de batalla.
El abismo se entreabre cuando Arimán bosteza
y el enjambre azorado de las hidras se esparce.
Los dos colosos, uno volando, otro reptando,
se enlazan. Donde vemos dos almas que se odian,
dos dragones de noche yendo el uno hacia el otro,
dos fuerzas que se atacan con fragor, dos guerreros
luchando, dos puñales cuyos golpes mortíferos
se entrecruzan, y a veces dos bocas que se besan,
son ellos. Negro asalto sin apaciguamiento.
Ninguna tregua. Son, y sólo ellos existen,
sus gritos belicosos llenan los elementos.
Y allí donde se llora, y allí donde se canta,
en el hombre, en el viento, en la malvada zarza,
en la bestia del bosque y en el cielo excitado,
el cielo grita: ¡Ormuz!, y la sombra: ¡Arimán!

Y en las profundidades se despliega esa lucha;
y aquella oscilación es dichosa o fatal,
y el enorme oleaje nos mece: o su reflejo
sólo lleva clamores y sollozos superfluos,
y la boa se enrosca al tronco del sicómoro,
Jerusalén al lado ve nacer a Gomorra,
Tebas lega un sudario de arenales a Menfis,
Nemrod luce, y es padre Marco Aurelio de Cómodo,
o sonríe el océano y el abismo y la estrella
se unen para salvar una pequeña vela,
canta el bosque, los nidos palpitan y los pájaros
alegran a las flores bebiendo en los arroyos.
La madre, en quien se mezclan el orgullo y el éxtasis,
llena de ella a ese niño que le aprieta los pechos,
y el hombre es como un dios, todo sabiduría,
y todo crece en gracia, en poder, en virtud,
o en la onda del mal todo se hunde y naufraga,
conforme que el azar, rey de la oscura lucha,
precipite a Arimán o vele a Ormuz opaco,
y haga inclinarse, al fondo del lívido infinito,
uno u otro platillo de la balanza enorme.

Arimán de hoscos ojos espera que Ormuz duerma;
en ese día el caos y el mal le podrán ver
asir entre sus brazos el cielo de amplia frente
y, hurgando en toda órbita, rasgando todo velo,
arrancar de ese cráneo eterno las estrellas.
Ormuz, aunque dormido, temblará de terror.
La inmensidad, al modo del buey que un labrador
ha dejado en un campo tenebroso, y que muge,
al otro día, oh noche, se despertará ciega,
y en el espacio horrible hundido entre la bruma,
buscará el astro extinto el mundo disipado.

*

Y el cuervo regresó a la sombra tremenda.

A mis pies, lo infinito copiaba lo insondable:
y como en un espejo flotaban resplandores.

Victor Hugo.
Dios, 1891.
Traducción: Tomás Segovia.

El águila

El mosaísmo

Y sobre mi cabeza observé un punto negro,
y el punto parecía una mosca en la sombra.
Gomo cuando la luna bajo la niebla se hunde,
flotaba un fulgor vago; blanqueaba
la inmensidad.

Seguí mi carrera y subí,
hendiendo con un ala segura y pronta el aire,
hacia el punto visible en el espacio; mientras
subía yo, el objeto crecía y, parecido
a las formas que vemos crecer en nuestros sueños,
tomaba una figura extraña; y esa mosca
era un águila en vuelo revoloteando y fiera.

Lo vacuo fue más claro y menos malo el viento.
Cada pájaro negro hacia el que yo subía,
tal como antaño el mago ignoraba al apóstol,
volaba en su región solo y sin ver al otro.

Gritó el águila:

*

—¿Quién anda allí, horrenda sima?
¿Quién dice pues: No existe? ¿Quién dice pues: Son dos?
¿Quién dice pues: Son doce, son ciento, son dos mil?
Llenan el cielo azul como un pueblo una urbe,
y el cielo fuera claro y límpido y radiante
si no hubiera el oscuro enjambre de los dioses.

¡Oh viento, existe! ¡Abismo, sólo él es! ¡Sólo, os digo!
¡Preguntad a los soles, tinieblas! El prodigio,
negro abismo, sería que él no fuese. Yo soy
la alta águila sabia que planea en las noches;
ese animal al cual el genio se parece;
en mi ojo huraño llevo el fulgor infinito;
yo soy el gran vidente y soy el gran inquieto.
Yo estaba con Moisés el día que gritó:
¡Oh sol, padre nutricio del mundo, anacoreta,
solo al fondo del cielo como en una guarida,
padre del alba, rey del día, amo del fuego,
haz a un lado tus rayos, déjame ver a Dios!
Al pie del Sinaí oscuro dijo: ¿Quién me acompaña?
Dije: ¡Yo! Allí estaba cuando, montaña arriba,
se sumergió, soberbio y temblando a la vez,
en la nube repleta de rayos y de voces;
yo fui tras el profeta en esa sombra lívida…
Oh sollozos matemos con la cuna vacía,
oh grillos del esclavo, oh cetro de Nerón,
peste de soplo impuro, guerra de clarín vano,
gavilanes que acechan vuelos de codornices,
malezas del horror, zarza, acónito, ortiga,
destino, espectro de ojo triste y paso lento,
mal, odioso ciempiés que bulle sobre el hombre,
quimera Oscuridad que acarreas tus vértebras,
lechuza Noche, sapo Caos, topos Tinieblas,
nada, cielo negruzco, sudario de lo azul,
¡mentís, mentís, mentís, yo he visto a Dios!

*

En ese instante el ave suprema y solitaria
me vio; salvaje, dijo:

¿Quién es ese gusano?
¿Con qué derecho vuelas por la sombra en que reptas?
¿Eras tú quien decía hace poco: No existe?
Si eras tú…

—Yo callaba.—

Si eras tú, has de saber
que él se muestra ante todo en eso que lo esconde.
¿Qué eres? Contesta. ¿Sabes la meta, el fin, la ley?
¿Sabes tú por qué el tábano va a picar a la vaca,
come moscas el pájaro y pepino el gusano?
¿Conoces los pulmones del viento? ¿Y la sombra?
¿Estás en el secreto? Y cuando sonó el trueno,
¿sabes lo que se dijo? ¿Preguntaste a las olas,
cuando hacia el arrecife que su inclemencia azota
avanzan, comentando en su rumor inmenso
los actos misteriosos de la onda y la noche?
¿Has traducido el texto abstruso que es el orbe?
¿Qué es lo que nos pedían las auroras en fuga?
¿Por qué ese lagrimeo inmenso de las lluvias?
¿Cómo es que en la pepita del fruto cabe el árbol?
¿Acaso has preguntado al Gibel y a su ruido,
al Atlas y al simún, al Alpe y su avalancha?
¿Conoces la Jungfrau, la inmensa virgen blanca?
¿Te ha dicho ella el fondo de la virginidad?
¿Has llenado en el pozo eternidad tu cántaro
y tu estupidez bebe el agua del abismo?
Contesta. Tu ignorancia, hombre, ¿es acaso el diezmo
que vienes a cobrar, a la zaga del cuervo,
sobre la ciencia extraña y triste de la tumba,
bruma en que se perdieron tantos célebres magos?
¿Te asomaste a beber sorbiendo las tinieblas?
¿Y te has incorporado apuntando al vacío,
vomitando tu trago, gritando: ¡Dios no existe!?
¿Así es, animal? Si es así, yo me aflijo
de verte, sólo Dios reina y vive, te digo,
y sólo él sobrevive. ¿Puedes tú hacer el fuego,
la noche, la alborada? ¿Haces tú aullar arriba
la tormenta maniática, y tú la haces callar?
¿Eres tú el personaje inmenso del misterio?
Pruébamelo. Veamos, hombre. Cuando el torrente,
ese obrero terrible, inquieto, devorante,
que asierra rocas, hala la tierra hasta el sembrado,
en la sombra se pone a descamar montañas,
impídeselo. Dile al océano: ¡Abajo!
¿Fuiste tú quien cazó y dobló a los leones
tanto, que no se sabe en sus fúnebres fugas
si son aún leones o si ahora son cebras?
¿Eres de los que va por lo ignoto sin ver,
tropezando en la noche contra el gran muro negro,
y, batiendo el obstáculo con sus sombrías alas,
se deslizan sin fin por las eternas tapias?
¿Sales de alguna horrenda gruta de ásperos muros,
donde tu ojo estuvo fijo cuatro mil años,
cual Satán en la sombra donde Dios lo arrojó?
¿Tienes de la pagana Casandra aquel espíritu
cuando ella de antemano vio a Ayax bandido,
contando los palacios en llamas, distinguiendo
en la profunda noche el acero de Egisto?
Di: ¿Rebosas abismo? ¿Eres el Trismegisto?
¿Caminas a la par de los cielos, diciendo
a las doce horas: Vengan a hablarme, ya que están
sobre la tierra ahora, llevando cada una
la alegría del sol o el horror de la luna?
¿Has vivido mezclado con las bestias del bosque,
y el tigre te indicaba la fuente en que beber?
Y cuando divagabas con la mejilla en tierra,
¿un ángel que admiraban el lince y la pantera
te envolvió, apartando la cortina de sombras,
con un horrendo manto de estrellas las espaldas?
Para hablar de ese modo, ¿es que eres tú el que liga
y desliga? ¿De Elías tienes el doble espíritu?
¿Qué eres? Di tu nombre. Los profetas antaño,
cuando sobre los montes envarados de bruma
la ancha luna de oro surgía como un domo,
hacían contra el cielo ademanes fantasmas,
hablaban con los vientos, y, grandes, solitarios,
sacudían las noches igual que los sudarios;
pues el desierto entonces, con graves actitudes,
sabía hablar al hombre, y el hombre a lo desierto;
el mar su abismo abría y el águila su pico
oyendo a los augures, en Endor, en Baalbek,
preguntarle a las sombras, y a las tinieblas dar
la oscura explicación a los negros augures.
¿Eres tú de ésos? ¡No! aunque fueras el último,
no serías tan loco como para negar.

¿Serías casualmente, hablador solitario,
uno de los frustrados de la inmensidad negra?
¿Opinas que los cielos sagrados van torcidos?
¿Estabas tú allí cuando Dios hizo el universo?
Y si fue así, sin duda tu pena fue cruel
viendo que el albañil no tenía paleta,
construía la sombra, el aire azul, el cielo,
y tanto el ser parcial como el ser colectivo,
la extensión donde huye pálido el meteoro,
y edificaba el tiempo, construía la aurora,
edificaba el día que florece en el alba,
los vastos firmamentos azules aun de noche
y las profundas cúpulas que cruza la tormenta,
sin subir al andamio cargado con la artesa.
¿Eres un ser a quien la claridad dice: ¡Vete!,
emanado del flanco de Satán triste y negro?
¡No! Eres sólo un viandante triste y frágil. Invito
a tu ánimo a pensar que sólo Dios es vida;
que todo el resto es muerte; y por ti se lo digo
al hombre, bebedor de la copa de espanto,
pálido escogedor de temibles caminos,
ese ciego al acecho y ese sordo a la escucha.
¿Retarás a ese Dios que combatió la sombra?
Vamos, contesta: ¿Has visto a Leviatán? ¿Lo espiaste
en el antro en que el agua baña la piedra calva,
o en algún bosque lleno de fulgores feroces?
¿Puedes decir: He visto a Leviatán; oíd
cómo es, cómo repta, de qué manera nada?
¿Has leído qué dice Job de él? Claro que no.
Escucha pues:

«Su cuerpo, lleno de escamas verdes,
es como un montón móvil de broqueles de bronce.
Su sueño hace el estruendo de un río subterráneo.
Si tiene sed, su hocico, abierto, vasto, horrible,
bebe todo un torrente con un terrible aullido».

Eso es lo que Job dice; es tremendo; pues bien,
yo que lo he visto, digo: cuanto Job dijo es nada.

*

¡Leviatán! Pelos, crestas, y mandíbulas y alas
que son brazos, y pies que a la vez son aletas,
garras que se parecen a hierbas, y mil nudos,
mil antenas que forman un ramaje espinoso,
un verde ombligo, igual que un mar que se hace hondo;
es la sombra hecha monstruo, ¡y que vive, oh espanto!,
es un no sé qué negro, no sé qué prodigioso
que muerde con sus dientes y que ve con sus ojos.
La manera en que pone un pie delante de otro
es horrible; las ondas rugen si se hunde en ellas;
como un cazo en el fuego, hierve sobre él la mar;
al arrastrarse, esparce por doquier sus escamas
como un cisne sus plumas a la hora de su muda;
si un rayo le alcanzase no se estremecería.
Es el horror, la hidra ante quien todo tiembla;
si Leviatán escupe, vomita Satanás.
Que exista en nuestro mundo un ser tan espantoso
y mire al cielo igual que lo miran los hombres,
es cosa que perturba la razón y el espíritu.
Cuando pasa, de noche, detrás del horizonte,
el fulgor de sus ojos es como el alba: albea
la arena; y el viajero cree que ve la aurora
y en su tranquilidad no puede sospechar
que es Leviatán quien hace aquella claridad.
Plácido andarín, piensa en dulces albas rubias,
en flores, en rocío… ¡Qué profundo terror,
qué temblor si, en la sombra, pudiera ver de pronto
esa forma inaudita y sombría moviéndose!

A veces Leviatán vuelve a hundirse en las simas,
y las larvas se asustan en el lago sulfúreo,
tiembla el infierno y tiembla su guardián demudado
cuando surgiendo al pronto encima de sus frentes,
su testa, como un monte que remueve su cima,
se alza horrible asomando al borde del abismo.

Tú que entraste en mi sombra, ¿piensas ir a buscarlo
en su gran hierba verde o bien bajo su roca?
¿Irás a atarlo tú con cuerdas bajo el vientre?
¿Lo arrastrarás, hediondo, hasta afuera de su antro,
para hacer, en tu corte, a pleno sol, delante
de ese objeto nocturno, increíble y que vive
de miles de visiones y de miles de espantos,
que se agolpen los niños y rían los lacayos?

¡Pues bien, oh junco vil, piensa que con su mano
Dios coge a Leviatán como se coge un pájaro!

*

El águila siguió:

Moisés estaba solo;
brillaba al fondo un rostro desconocido. Todo
lo estaba viendo yo. Aquel rostro era Dios.
¡Yo lo vi! ¡Yo lo anuncio a los de corta vida!
¡Yo he visto al Dios tremendo de la eternidad lúgubre!
¡Postrer día del tiempo, postrer cifra del número!
Esto es lo que el espíritu aprende en las alturas:
antes que la criatura había el creador;
el tiempo sin fin era antes que ése que pasa;
antes que el tiempo inmenso era el inmenso espacio;
antes que lo que vive lo posible existía;
lo infinito sin forma vive al fondo de todo;
por sobre el cielo azul que se mueve y que gira
por donde van y vienen los carros de los soles,
se encuentra el cielo inmóvil, que es eterno y profundo.
Dios vive allá. En su torno se retuerce y destuerce
la duración, igual que una culebra. Su obra,
es el mundo; él la hace; una vez hecha, duerme.
Entonces por doquier cunde una mortal noche
en donde abandonadas flotan las creaciones.
Después de haber dormido unos millones de años,
el ser inmensurable al que nada se iguala,
cuyo ojo entreabierto reluce como el sol,
se despierta en el fondo de un éxtasis profundo
y con su primer soplo crea un nuevo universo,
espléndida creación de un mundo luminoso
donde destella el átomo y unos fuegos se cruzan,
claro, vivo, cruzado por incontables astros,
que remolina en torno de su boca en la sombra.
Y se vuelve a dormir, y ese mundo se va.
Un mundo disipado, ¿qué le importa a Jehová?
Él es. Sólo él existe, y el hombre es un fantasma.
De igual modo que al sol no le importa la paja
cuando acabó la siega, caídas las espigas,
al ser no le preocupan los mundos disipados.
Él es. Con eso basta. Su plenitud ignora.
La forma huye, el son muere en la onda sonora,
quien se extingue, se extingue; quien cambia está cambiado.
Él dice: Soy. Es todo. Abajo dicen: ¡Tengo!
Cree tener la sombra que un vano sueño anima
y ase un bien de cenizas con sus dedos de humo.
Dios nada tiene y es todo. ¡Desdichado de aquel
que duda! Ya os he dicho que me alumbró su faz
y que he visto su ojo sombrío tras los truenos.
Los patriarcas blancos y de ochocientos años
con él antaño hablaban. ¡Es él! Es el que vive.
Es frente a la gran noche el gran sol que renace.

Dios solo existe.

Todo le teme y lo designa.

*

Sopla la losa fúnebre sobre el hombre, y el hombre
se desvanece; son sin mañana sus días;
avanza algunos pasos por un camino oscuro,
después su pie se esfuma y su ruta se borra;
se muere y todo muere. Emprenda lo que emprenda,
posee el rayo, el viento, el instante, el lugar;
él es el sueño y vive el tiempo de un adiós.
¡Fantasmas! Vais flotando por las horas oscuras
de un mundo en que se ven pasar ciertas figuras.
Hombres, ¿qué sois entonces? Unos rostros absortos.
El mal cae de vosotros como el frío de un tejo.
Vuestros designios son pozos de insidia; sois
antros en donde el vicio y el crimen hacen fiesta;
vuestras casas y umbrales y techos y paredes
cargan más fechorías que carga uvas la cepa;
incrustáis oro fino en vuestras camas de arce;
retorcéis los harapos del pobre miserable
y teñís vuestra púrpura con la sangre vertida;
hacéis un sonajero de la temible suerte
y jugáis a los dados riendo y perdiendo sumas
mientras juega a los hombres en la sombra el destino;
vuestras urbes son bosques; se roba, engaña, vende;
el ignorante es pan que come el sabedor
y el hombre buitre le echa su garra al hombre topo;
el arriero Interés zurra al asno Miseria;
sufrís a cada hora y por todos los lados.
¿Para qué, si iréis todos a la nada a empujones?
Pensáis. Pero ¿creéis? Vuestros cráneos son bóvedas
sin lámpara, en que el llanto escurre a grandes gotas.
Rezáis. ¿A quién? ¿Y cómo? ¿Por qué? No lo sabéis.
Amáis. ¡Oh noche oscura! ¡Cielo soñado en vano!
Vuestros sentidos son cieno al que amor se aviene,
y en vuestro beso el puerco se mezcla con el ángel.
Satanás ha logrado que la bajeza vuestra
sea en la tierra mancha y hez en el firmamento.

¡Así pues, lo hizo todo, ese Dios! Cielos, montes,
bestias, todo; aun el ruido y la sombra que hacéis;
así que el sembrador eterno abrió la mano
y sembró en el espacio hacia todos los vientos
las estrellas cual polvo ardiente, ígnea ceniza.
Todo aquello que veis de noche, ese puñado
de granos de oro, al surco de claridad lanzado,
cae hacia lo infinito toda la eternidad.

Cuando Dios mira, a veces, se avergüenza del hombre,
y los tigres del bosque, los césares de Roma,
los reyes con su Mane, Tecel, Fare en la frente,
reverberan en medio de los vivos turbados
el vago relumbrar de su cólera inmensa.

Hombres, debéis saber, espectros demenciales,
que él es, si se le antoja, el Dios feroz; que pone
la marca de su rayo en toda altiva cima;
si despierta, es terrible; lanza golpes, se venga.
Sopla sobre las ascuas, escupe sobre el barro;
entrega Tiro y Susa al onagro rayado;
persigue, traspasando los temerosos siglos,
como se copa a un lobo de guarida en guarida,
veinte generaciones por el crimen de un padre.
Los que pasáis de noche y vais por negras sendas,
hombres, larvas sin nombre que se mueren del todo,
Dios muestra de repente su rostro a quien le ultraja;
y cuando le insultáis en vuestra loca ira,
lo mismo que en la selva se yergue el gran león,
Adonai se eclipsa y surge Sabaot.
Santo, santo, el señor mi Dios. ¡Silencio, abismos!

*

Y el águila se hundió en las brumas sublimes

igual que una pavesa que cae de un incensario.

Victor Hugo.
Dios, 1891.
Traducción: Tomás Segovia.

El grifo

El cristianismo

Y sobre mi cabeza observé un punto negro,
y el punto parecía una mosca en la sombra.
Volé allá.

La agria noche moría, y su penumbra
velaba aún la luz que nacía en los cielos.

Y aquella mosca era un monstruoso grifo
que con su enorme ala sacudía la sombra.

Y el grifo gritó:

*

¡Duerma el águila de abajo!
Yo velo. Dios más alto que el águila me alzó.
Vienes de Sinaí, yo del Gólgota vengo;
el rayo llena, águila, tus ojos visionarios,
mas yo he visto el cadalso que es más grande que el trueno.
Cuando el verdugo alzaba la cruz, yo estaba encima;
temblé en el árbol donde clavaron a Jesús;
yo vi aquella agonía solemne y sin medida;
Marcos para escribirla quitó a mi ala una pluma;
pude ver a Jesús sangrar y adormecerse;
lo sé todo; estoy lleno de su último aliento.
Esparzo su palabra en el soplo del cierzo.
Cristo sabe más, águila, que Moisés, pues Moisés
tiene sólo los rayos; Cristo tiene los clavos.
¡No, Dios no es vengador! ¡No, Dios no es el celoso!
No, Dios no duerme nunca, él sostiene la bóveda.
No, el hombre no muere del todo.

Escucha, águila:

*

Una vez hecho el mundo, Dios comprendió que aquello
no era nada, pues nada afirmaba: ¡Aquí estoy!,
pues nada allí pensaba ni hablaba, de tal suerte
que la creación estaba al nacer muerta ya.
Quiso pues lo increado engendrar lo inmortal.
Hizo el alma, y la puso en el hombre, su altar.
Sólo él recibió el alma en todo el universo.
Dios creó para Adán ese supremo colmo.
Por debajo del hombre, alma, intelecto, espíritu,
la materia rodó en la piedra, brotó
en la planta y aulló en la bestia, sin vida.
Adán, al ver que él solo tenía alma, se infló,
quiso tener la ciencia y fue a robar el fruto.
Por eso arrojó Dios a la noche a los hombres.

Y a partir de aquel día, la urna amarga está llena.
Cada hombre está agobiado por la culpa de Adán.
La labor es ingrata y el surco despiadado;
el hombre nace triste, inexorable, impuro;
por alumbrar el mal se rasga el vientre de Eva.
La guerra y el cadalso, dos filos de la espada,
siegan al ignorante, al inocente, al débil;
el fratricida horrible, creyendo ausente al padre,
da terror a los cielos que le ven beber sangre;
¡oh desgracia, en las selvas de la humanidad negra,
un eterno Caín mata por siempre a Abel!

El hombre adora a Bel, Moloch, Dagón, Teutates;
y sobre el crimen rey llamean dioses monstruos.
Los vicios, vil jauría, ladran en torno al alma.
La humanidad entera tañe como espadaña.
Por doquier horror, risa, estertores, terror.
Y toda boca es úlcera, toda cúspide cráter.
Tal monstruoso ruido sale del mundo entero,
que la noche, esa viuda de luto, dice al día:
¿Es el tigre que habla o es el hombre que ruge?
Satanás vuela en tomo como un ave de presa
del alma. El sufrimiento terrible es su alegría.

Llenos de fuegos, llantos, tormentos delirantes,
y de bustos vivientes torciéndose en las llamas,
llenos de gritos bajo el bronce de la bóveda
que sólo la sordera de lo imposible escucha,
cúpula del abismo cuyos pendientes son
espantosos derrumbes de seres quejumbrosos,
celda sin luz, sin fondo, sin esperanza, hundida
bajo los vivos, cúmulo de vanidad que rueda;
bajo aquellos que pasan por la vida y el ruido;
bajo el que piensa, preso del sueño que construye;
bajo el guerrero armado y la mujer desnuda;
bajo las vastas fiestas que cantan por las nubes;
bajo cuanto se enciende como cuanto se apaga;
bajo la marcha humana, orgullo, ciencia, instinto;
bajo todo ser que ande, titubee o tropiece
acecha, vasta trampa, el sempiterno infierno.

Negro surco compuesto de los más viles cienos
que espíritu recibe y devuelve demonios,
que produce cosechas de espectros y gavillas
de monstruos llameantes, lúgubres y soberbios,
que cría cuanto mata y engendra cuanto miente,
y se estremece, envuelto en largo escalofrío,
cada vez que oye el grito atroz de la caída,
cada vez que en su noche desciende, enjambre en lucha,
un triste torbellino donde el alma reluce,
y ve encima de sí, oscura y silenciosa,
abrirse la gran mano del sembrador siniestro.

*

Pero ahí está, divino signo, el libro de vida;
el hombre es alma; lleva en sí un rayo de luz
y sólo la materia es la condenación.
Dios piensa, y el dolor despacio le desarma.
Dios se llama perdón; se llama el hombre lágrima;
Dios creó la piedad cuando el hombre nació.

Delante de los actos del hombre desdichado
muchas veces se indigna la pureza celeste;
el astro de ojo de águila y el ángel como un cisne
se asombran de esa sombra y de tanta negrura;
viendo al hombre bribón, implacable, opresor,
Dios está triste, y cuando, en la noche, la ira
surge, rostro sombrío que ilumina el relámpago,
recordando al Señor lo que el hombre le debe,
pronta a maldecir, él pone en su boca un dedo.
El dedo misterioso y dulce es la clemencia.

El perdón en voz baja dice al hombre: ¡Otra vez!
Vuelve a ser puro. Toma a tu fuente. Probemos.
Ven al crisol. Tu Dios te ofrece entre la luz,
para rehacer tu alma enturbiada y deforme,
el féretro, esa cuna del nacimiento enorme.

La clemencia es el fondo de Dios. Dios bebe hiel.
No venga Dios a Dios ante el azul del cielo.
No regurgita encima del hombre. Compasivo,
tierno, expulsa a patadas al mal, ese canalla.
Dios, que el hombre culpable llamaba, se ha asomado,
y viendo al universo sangrante, muerto, seco,
y pensando, severo sólo para sí mismo,
que a salvar sólo un mundo basta sólo un calvario,
ha dicho: ¡Ve, hijo mío! Y ese hijo ha venido.

¡Redención! ¡Oh misterio! ¡Oh gran Cristo estrellado!
Sed del crucificado que sacia la amargura.
Sudario cuyos pliegues, todos, chorrean vida.
Cadalso que bendice a Barrabás y a Judas,
que a chorros vierte savia y esperanza hacia abajo,
cruz, a todos los ánimos; árbol, a toda planta;
sublime abrazo de unas manos ensangrentadas.
Jesús de ojos agónicos cuya eternidad luce.
¡Oh perdón! ¡Oh piedad de lo azul por la noche!
Paz celeste que sale de todas las clemencias.
¡Oh monte misterioso de inmensos olivares!
Después del creador, se mostró el salvador.
El salvador veló por todo ojo humano,
lloró por todo llanto, sangró por toda herida.
Las rutas de los vivos, ¡ay!, son poco seguras,
mas Cristo, en la picota de la fatal confluencia,
alza un brazo a la noche y el otro lo alza al día.
Después de él, los apóstoles, cabezas llameantes,
llegaron; y los santos; despedazados mártires,
vírgenes que a Jesús loan en la carreta,
encintas que alzan cantos mientras que los verdugos,
les arrancan, terríficos, sus niños de sus vientres,
y padres de los bosques, doctores de los antros,
y voces del desierto y del claustro, que gritan
en su noche glacial al hombre: ¡Oriente! ¡Oriente!

*

Vosotras lo buscasteis sin hallarlo, sibilas,
a ese Dios misterioso de los cielos inmóviles.
Hijas de las visiones: tú, debajo de un puente,
manto; tú, espiando el huevo que puso la lechuza,
Albunea, y prendiendo una antorcha de cera;
tú, la de Frigia, sobresalto de Ancyra,
hablando al astro y, pálida, espiando su respuesta;
tú la de Imbrasia, tú la del Helesponto
que se alza como diosa y vuelve a caer hiena;
tú, Triburtina, y tú, la ronca Libia,
gritando: ¡Trece!, hallando la ley de los impares;
tú cuyos ojos fijos inquietaban a Vésper,
larva de Endor; y tú, dientes blancos de espuma,
pechos desnudos, loca tremebunda de Cumas;
tú, la caldea, hilando un invisible hilo;
Sérdica, ojo de cabra, de trágico perfil;
tú, enjuta y desnuda bajo el sol, Eritrea,
penetrada de azul y de luz y de horror;
tú, Pérsica, que habitas un sepulcro deshecho,
oh rostro a quien hablaban de noche los viandantes
y los descabellados que fisgan en la sombra;
tú, la que come berros en su fuente sombría,
Délfica; almas ásperas, todas, por más que aullasteis,
golpeasteis al viento, removisteis la tumba,
mirasteis fieramente en las honduras negras,
ninguna de vosotras vio nítido en su gloria
el gran Dios del perdón sobre la tierra alzado.
Santa Teresa, con un suspiro, lo encontró.

*

El perdón es más grande que Caín, y lo cubre.
La clemencia de Dios por todas partes se abre,
y es la única celada en que siempre se cae.
La lengua de los mudos, la oreja de los sordos
es el perdón. La gracia cubre a quien se abandona.
Es lo que falta a todos y que a todos Dios da.
Padre, sonríe al hijo que le muestra los puños.
Dios si no perdonara sería el castigado.
Su cielo es la mirada clemente. Cada gracia
que a cada instante hace, vuela, nunca cansada,
se dispersa a lo lejos entre todos los mundos
y, del débil al malo, del feroz al perverso,
vaga, como una abeja de oro, libando almas,
y regresa, mezclando bálsamo, incienso, díctamo,
trayendo los perfumes que dan almas malditas
y con miel perdón llena el panal paraíso.

¡Clemencia! ¡Voz formada de todas las estrellas!
¡Dios! ¡Cielo para todos, puerto de toda vela!
Jamás, bruma o tormenta, y haya el viento que haya,
se clausura el asilo mientras el hombre viva;
todo labio se acoge en el celeste cáliz;
sangra el salvador; todos pueden beber su sangre;
por siniestro que sea el hombre que se acaba,
a la hora de la muerte un grito arrepentido,
una voz de la fe que recrea la tumba,
una mirada tierna hacia el fulgor sagrado,
hacia lo que insultábamos y lo que denigrábamos.
Un sollozo, o incluso un suspiro, un pesar
del alma que detesta su mancha originaria,
basta para que escape a la condena eterna,
al infierno que, viendo lo que los hombres hacen,
tuerce grillos sin fin en las simas sin fondo.
Esquife, seas quien seas, pon tu proa hacia Dios.
El castigo sin término ni esperanza encarcela
en las eternidades más pesadas que montes,
tan sólo a los que son o se hacen demonios.
La pena sólo cae inmutable y tardía
con el último grito horrible y reincidente.
En la eternidad lúgubre, Caligula y Acab,
Borgia que fue entre todos quien estrelló la tiara,
Timur, Nerón, Felipe Segundo, Luis Onceno,
Falaris en sus tronos están en la picota.
¿Por qué? Porque dijeron ¡No! en el gran momento,
porque su alma salió bajo forma de vómito.

Basta al hombre llorar para hallar a su padre.
La desgracia le dice: ¡Cree! La muerte: ¡Espera!
Si se arrepiente tiene la llave de su suerte.
Dios le trueca, después del pesar y el dolor,
flores del paraíso por astros del edén.
Eva, a tu desnudez da María sus velos;
con su espada de fuego readmite a Adán el ángel;
llega el alma cargando la cruz de Jesucristo;
junto a él el eterno va a sentar lo inmortal.
La santidad del alma humana, águila, es tal,
que en fondo del cielo donde la luz sonríe,
donde el Padre y el Hijo se unen en el Espíritu,
parece que lo azul igualara y fundiera
Jesús, alma del hombre, y Dios, alma del mundo.

*

Y, cara al firmamento, no mirando ya nada,
como ebrio de fulgores, el monstruo de los aires,
león por crin y garras y por el ala ave,
cantó:

¡Paz, vida y gloria a la bóveda eterna!
¡Él es el verdadero! Él vive. Está presente.
Gomo él es lo invisible, él es lo deslumbrante.
Creó con la palabra la cosa y el misterio,
cuanto puede nombrarse, cuanto debe callarse.
Cuando se muere el justo, él le cierra los ojos;
almas alegres llenan el jardín de lo azul;
entran a cualquier hora y por todas las puertas;
Dios disuelve los goznes de las ciudades fuertes;
sus dedos distraídos retuercen el relámpago;
para él la gran serpiente es un pelo en el mar.
Él es el gran poeta; él es el gran profeta.
Él es la base, él es el centro, él es la cúspide;
él es aquel que piensa, él es aquel que ve;
conoce el porvenir que toca a cada uno,
el Edén sol, las fúnebres cámaras del abismo.
Los que marchan sin él van hacia las tinieblas.
Él ordena a la noche que envuelva en sí al día.
Pone a la muerte, arquero, en la almena del muro,
y los cedros del Líbano, cual viejos sacerdotes,
hablan de él en voz baja; ante él se inclinan todas
las sombras de los seres de mañana y de tarde.
A los pies de él, las vírgenes, en incensarios puros,
queman unos perfumes compuestos de los rezos
de todos los que el mundo considera sus luces,
todos los santos que ha en la tierra y el cielo;
esa blanca humareda flota en tomo al altar,
y el Increado, oculto bajo velos de llamas,
se asoma, respirando el dulce olor a almas.
Las columnas del cielo se asombran ante él;
esos pilares, puestos bajo el domo inaudito,
bajo su soplo, idos, tiritan, semejantes
a su propio reflejo en las trémulas ondas.
¡Oh Dios! ¡Rey, padre, asilo! ¡Esperanza del réprobo!
¡Eterno labrador! ¡Recolector eterno!
Maestro en la primera hora, juez en la última.
Sólo él es aquel que hizo con luz el mundo.
El firmamento es claro por su serenidad.
A veces, en lo azul espléndido y temido,
¡oh misterio!, se hace silencios de una hora;
nadie que cante arriba, nadie que llore abajo;
el ángel, pensativo, suelto el clarín brillante;
y Dios medita; el cielo sueña; el infierno aguarda.

Y esta palabra sale de la sombra: Perdono.

*

El grifo se borró, como el rayo que truena,
en una bruma donde no se movía nada.

Victor Hugo.
Dios, 1891.
Traducción: Tomás Segovia.

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