Poemas de Richard Eberhart (1904 – 2005)

A una ardilla que cruzó el camino en otoño, en Nueva Inglaterra

Lo que ella no sabe,
Cuando cruza el camino bajo los olmos,
Acerca del mecanismo de mi automóvil,
Acerca del Estado de Massachussets,
Mozart, la India y la estrella Arturo,
Es lo que le vale mi elogio. Yo me aplico
Al instante a crecientes alabanzas a la ardilla.
Ella obedece las órdenes de la naturaleza
Sin conocerlas.
Es lo que ignora
Lo que la hace hermosa.
¡Semejante puñado de pequeña espontaneidad con un fin!

Yo que puedo verla como ella no se ve
Confío en su ignorancia como una bendición.

Es lo que el hombre no sabe de Dios
Lo que compone el poema visible del mundo.

…¡Casi la mato!

Richard Eberhart.
Collected poems (1930—1976), 1976.

La marmota

En junio, en medio de los campos dorados,
Vi una marmota muerta tendida.
Ella yacía muerta; mis sentidos se agitaron,
Y mi mente abarcó nuestra desnuda fragilidad.
Allí, humildemente, en el vigoroso verano
Su forma comenzaba el absurdo cambio,
Y hacía a mis sentidos vacilar confusos
Al ver la naturaleza brutal con ella misma,
Revisando de cerca la fuerza que la agusanaba
Y la hirviente caldera de su ser,
Mitad con repugnancia, mitad con un amor extraño,
Hurgué en ella con un palo, encolerizado.
La fiebre surgió, se convirtió en llama
Y el Vigor circunscribió los cielos,
Energía inmensa del sol,
Y a través de mi esqueleto un sombrío estremecimiento.
Mi palo no había hecho ni bien ni mal.
Entonces me mantuve en silencio a la luz del día
Mirando el objeto, como antes;
Y perseveré en mi veneración por el saber
Tratando de controlarme, de apaciguarme,
De reprimir la pasión de la sangre;
Hasta que caí de rodillas
Suplicando por la alegría ante la visión de la podredumbre.
Y así me despedí; y regresé
En agosto con ojo escrupuloso, a ver
A la savia ya extinguida de la marmota
Pero aún quedaba la huesuda armazón podrida.
Aunque el año había perdido su sentido,
Y encadenado al intelecto
Perdí tanto el amor como el asco,
Aprisionado entre los muros de la erudición.
Otro verano se apropió de los campos nuevamente
Sólido y abrasador lleno de vida
Pero cuando por acaso, llegué al paraje
Había solo un poco de pelo,
Y huesos blanqueándose bajo el sol
Hermoso como arquitectura;
Los miré como un geómetra,
Y corté una vara de abedul para un bastón.
Esto fue hace tres años.
Ya no hay señal de la marmota.
Permanecí allí en el verano vertiginoso.
Mi mano cubriendo un corazón marchito,
Y pensé en la China y en Grecia,
En Alejandro en su tienda de campaña,
en Montaigne en su torre,
en Santa Teresa en su desgarrado lamento.

Richard Eberhart.
Collected poems (1930—1976), 1976.
Traducción: Carlos Barbarito.

Las células cancerosas

Hoy he visto una foto de células cancerosas,
formas siniestras en actitudes amenazantes.
Habían sobrepasado el tubo de ensayo y avanzado,
formas siniestras en actitudes amenazantes
dentro de un mundo más allá, una pandilla virulenta y riente.
Eran como el arte mismo, como la mente del artista.
Poderoso agitador y tomador de nuevas formas.
A algunos les repele ver estas formas erizadas;
es el mundo futuro alcanzado también.
Nada más vívido que su lenguaje,
estrellas irregulares, chispeantes y letales,
el diseño asesino del universo,
la danza frenética de las apasionadas células cancerosas.
Oh fenómenos precisos al ojo calculador,
originales de la imaginación. Volé
con ellos en una apabullante exuberancia de tiempo,
mi propia virulencia en sus bellos gestos animados,
rápidos y escuetos, y también en su tumulto
he visto la posición del quehacer del artista,
la forma fija en la masiva fluxión.

Pienso que Leonardo, en su desinterés, las
habría disfrutado precisamente con un lápiz afilado.

Richard Eberhart.
Collected poems (1930—1976), 1976.

Un soltero de Nueva Inglaterra

Mi muerte fue arreglada por planes especiales del Cielo
y sólo ocasionó comentarios en diez personas en Adams, Mass.
Lo mejor que se dijo sobre mí
fue que fui hábil en especificar un triunfo.
Me mató mi padre
y me casé con mi madre
pero nací demasiado temprano para saber qué me sucedió,
y como fui hijo único
hice del egoísmo una religión personal,
asentado por cuarenta años pensé sin decir nada.
Lo observé todo. Me gustó beber ginebra,
no habría pensado en ir más lejos
hacia los episodios arcanos de las drogas fuertes,
y, por ser Nueva Inglaterra, siempre estuve sobrio.
Sin embargo, lo confieso ahora, tuve
siempre miedo a las mujeres,
no sé por qué, sólo fue del modo que fue,
no pude nunca estar cerca de ninguna mujer.
El conocimiento y la inteligencia me permitieron
la gran racionalización de esto; además, respeté
la delicadeza, pero sin ir muy lejos hacia cualquier dirección.
Creí ser un buen hombre. Lo fui.
No obstruí al estado ni a la religión,
pero a ambos vi venir y mantuve mi independencia.
Conservé mi parecer entre los literatos.
Mis letras fueron más privadas y preciadas que terrenas.
El mundo no tiene idea de lo perdido,
así que mis vicisitudes privadas fueron sólo mías.
Digo todo esto con un especial tipo de gracia
pues evité muchos de los defectos del hombre caído
y aunque no tuve la estatura heroica, la
grandeza creadora, ni el dominio de la mente
me gané el pan con cinismo en soledad,
y les mando a todos un beso desde la tumba.

Richard Eberhart.
Collected poems (1930—1976), 1976.

Tarde de mayo

Mucho después de nuestra partida
alguien en un momento de significativo éxtasis
al ver a un niño junto a una fuente,
cuidado por un anciano en un jardín,
pensará que el pasado es el futuro
y el presente es ambos.

Vivimos en la imaginación del momento
cuando en un armonioso instante comprendemos
que los sueños sutiles son realidad.
Un niño jugando junto a una fuente, distraído,
un anciano cuidándolo, estudioso en un jardín,
Participan de la inmortalidad.

Soy el padre de mi padre,
algún hechizado hombre del siglo doce;
soy el inquisidor de Sócrates en el ágora,
soy un niño bailando en el prado visto por Blake,
soy todos aquellos para quienes un momento ha significado
un hechizo de éxtasis y un don de la gracia.

El niño se aleja del agua ondeante,
el hombre con sus visiones va en busca de café,
el increíble brío de la tarde primaveral
tarda pero se marcha; el cortés saludo del estático
momento de felicidad y armonía es dado.
El hado sobrevive al destello. El reconocimiento fue nuestro.

Richard Eberhart.
Collected poems (1930—1976), 1976

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