Poemas de Elvira Sastre

Una cien veces

Hay mujeres
que son estaciones de (d)año,
tormentas torrenciales en agosto y estufa
en un diciembre lleno de abandonos.

Hay mujeres
que son pájaros sin alas en un cielo lleno
de recuerdos,
fieras carnívoras al acecho de las ganas
y de esa falta de poder ante la tentación
que solo es deseo confundido.
Hay mujeres
que son mariposas abstraídas esperando a que
cierres todas las puertas
para acariciarte las mañanas a través
de la ventana,
para sacudirte la mirada en cualquier
dirección ajena a tu rostro.
Hay mujeres
que son animales en celo
galopando sobre tu pecho abatido.
Hay mujeres
de ojos castaños
con alma de gata.
Hay mujeres
de ojos verdes
con alma de zorra.

Hay mujeres
que son signos de interrogación abierta,
tres exclamaciones siguiendo
una huida.
Un ladrido de madrugada.
Hay mujeres
que justifican el silencio.
Hay mujeres
que excusan la poesía.

Hay mujeres
que son aeropuertos alejados
de los que solo salen aviones de mentira,
puertos marítimos
en los que vuelves a ser otra vez tú,
estaciones de tren
donde se cruzan tantas contradicciones
que encuentras paz.

Hay mujeres
que suenan a herida al tocarlas
y te hacen desear la muerte antes que ellas.
Hay mujeres
que huelen a limpio, a cuerpo inerte,
y te hacen desear invadirles el corazón
y el pecho con la brutalidad de un ejército de flechas.
Hay mujeres
que desordenan tus huellas cuando aparecen
y te hacen desear encontrar tu camino
sobre su columna vertebral.
Hay mujeres
que no se esconden, que quieren sin escarcha en los ojos,
que saben a sed,
y esas,
esas te hacen desear quererlas toda la vida.

Hay mujeres
que esperas siempre
porque nunca llegan.
Hay mujeres
que están en todos los lugares que ocupas
menos en tus manos.

Hay mujeres
que son primeras y únicas,
que sobrevuelan el suelo que pisan los demás,
que son azules y ocupan un sitio
diferente al resto.

Hay mujeres
que crees por encima de todo
y por encima de todo deshacen tus creencias,
que son tiernas, ciertas y dulces,
y con su ternura, certeza y dulzura
parten tu inocencia en dos.

Hay mujeres
que abren tus ojos con un soplido de magia
y en el siguiente truco desaparecen,
como la suerte.

Hay mujeres
que te enseñan la moneda por las dos caras:
te besan negándote,
se marchan mientras te nombran,
se quedan en silencio
y desde otros recuerdos te afirman.
Que solo conocen la palabra derrota
en tu boca.
Que solo conoces la palabra victoria
en su boca.
Que te aman mientras te olvidan
y olvidándolas las amas.

Hay mujeres
que quieres y no puedes,
que son tanto que no son bastante,
que dándote lo que necesitas olvidan lo que deseas.
Mujeres contra las que no hay razones
que encajen
y conviertes en huida
para darles un sentido.

Hay mujeres
que son aves de paso,
bodas de un día,
amores que salvan tu vida en una noche,
postres eternos en medio de una prisa carnal,
engaños a la rutina,
tu alma animal rendida al instinto de supervivencia.

Hay mujeres
que aparecen como los aciertos:
a tiempo y sin esperarlas.
Que se atreven y se quedan y tienen
el pelo del color de tu almohada,
que se agitan y temes y dan la vuelta
a tus excusas convirtiéndolas en motivos.
Que te aman sin evitarlo
y amas sobre todo por supuesto.

Y
estoy
yo.
Que soy una en todas esas mujeres.

Y
estás
tú.
Que eres todas esas mujeres en una.

Elvira Sastre.
Ya nadie baila, 2015.

El hueco que te acoge

Me pregunto si mi nombre aún esconde
en tu memoria
la historia que nunca podrás olvidar.

Me pregunto qué piensas cuando
no quieres pensar en mi,
cuando pisas las hojas del otoño
volviéndolas arena y recuerdas tu promesa,
cuando te hablan con mi acento
y tienes frío y abrazas mi hueco que te acoge
como a un cachorro asustado
—ese vacío tan limpio
que me merezco intacto por haberte ocupado en otra vida—.

Me pregunto si aún podría confundirte entre el viento, igual que me pierdo a mí misma
cuando beso las palabras que me devuelven a tu boca.

Me pregunto si recuerdas aquel beso
—yo aún recuerdo cuando te recogí tras un orgasmo:
me acuerdo de cómo miré mis brazos
y pensé que no era posible que la vida fuera algo tan fugaz—,
y con la sed de los que siempre vuelven me lamo la herida,
y el escozor, cada vez más débil,
me recuerda que el amor existió en ese mismo punto de mi cuerpo
en otro sueño.

He dicho tantas veces tu nombre
que he conseguido perderle el miedo,
pero no sé qué hacer con su rastro.
Seguro que me entiendes:
tú olvidaste el mío para recordar
pero ahora no puedes encontrar el camino de vuelta.

He asumido
que no fuimos más que dos personas construyendo un recuerdo.
¿Cómo voy a querer olvidarte
si estamos hechas para recordarnos?

Tienes que saber que vuelvo a ti cuando la vida me abandona,
como si quisiera recordar
que ya renunciaron a mí en otra ocasión
y eso me diera calma.
Quizás no me importe la soledad
porque fue lo único que me dejaste.

Estoy llena de ti.
Sigues viva y eso es extraño:
uno sólo habla con fantasmas.

Lo cierto es que no sé si prefiero tu silencio o mi ruido,
pero a veces deseo con fuerza que vuelvas para irte del todo.

Decirte: 《Estoy lista, mi amor,
pero ve tú delante: necesito dejar de mirar atrás》.

Sé que tú ya no eres tú
y acaso yo me parezco a alguien que seré,
pero no consigo soltarte.

Y me quedo atrás.

Pero tienes que saber esto, también:
el amor dura lo que dura el aire
con el que te alzo y te impulso.

Ahora te escribo desde un olvido lejano,
casi tierno,
que me recuerda que una vez tuve estos mismos años
y quise comerme el mundo que se veía desde tu ventana.
Y aún no he logrado disfrutar de unas vistas mejores,
pero sigo con los ojos abiertos, buscando otra nube,
pendiente del aire que no te suelta,
y con las manos vacías, mi amor,
y con las manos expectantes.

Elvira Sastre.
La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida, 2016.

El vuelo venció al viento

No voy a decirte en palabras
lo que es costumbre en estas ocasiones:

que estaré bien, que el dolor
sólo será un ave de paso,
que pronto dejará de importar
que alguien sople
sobre tu herida abierta
y sobre mi nombre agrietado,
y que mataré al que te remate,
que me haré a un lado y dejará de llover
en tus caminos, y dejarás de caerte
en mis vacíos
y volverás a ser a dueña de todas las montañas.

Sé que una vez fui suficiente
y ocupé todos tus paisajes.

Sé que me sacaste del agujero y me
llamaste luz
—con estas mismas manos
con las que hoy me devuelves—.

Sé que jugamos a ser
ciegos y supimos volver a casa,
y nada entonces sería capaz de derrotarnos nunca,
pensamos,
ciegas de amor y borrachas de fuego.

Sé que otra casa te habitará y no será
mi abrigo el que descuelgues.
Sé que mi llanto pronto dejará de tener nombre de mar
y este abecedario nuestro se descolgará de las paredes.

Sé que me esperaste
inmersa en tu reloj y en tus deseos,
y no me concediste ni un segundo
cuando el tiempo me adelantó.
Sé que no aparecí,
sé que no estabas detrás de la puerta.

Sé que me colocaste en frente,
que quisiste volver antes de irte,
que te paralizó el miedo
y no supiste hacerlo.

Sé que me fui
antes de ver cómo no volvías
como también
sé que el vuelo venció al viento.

Sé que no seré capaz de decirte nada
porque me duele esta voz
que ya no te nombra de la misma manera.

Sé que no seré capaz de ponerme delante
porque siempre antepuse tus pies a mi camino,
porque siempre he amado tu manera de andar por el
mundo:
libre de obstáculos,
libre de caídas,
libre de suelos,
libre, ahora, de mí.

Sé que te echaré de menos con los huesos
y el silencio,
que le hablaré a un fantasma de tu carne
hendido en las sombras,
que recorreré con estos dedos desgastados
la silueta de tus huellas,
que no encontraré respuesta a mi pasado
y que nadie sabrá, como hacías tu
calmar el pinchazo y llevarme al mar en un espejo.

No será distinto amarte y olvidarte,
no lo será.

Sé que pronto ya no pasará nada,
que este mar me traerá las mismas olas,
que estas malditas palabras ocuparán cada maldita frase
y pronto no tendré nada que contar
que no hable de esta soledad obligada,
de este agujero inesperado,
de este abandono tuyo tan frío y distante,
de este dolor que me encierra con llave el alma,
de este vacío irreparable donde ya no cabe nadie.

Pero no,
no voy a decirte todo lo que el mundo ya sabe.

La única manera de vaciarse de amor
es llenándose de silencio.

Elvira Sastre.
La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida, 2016.

Amarrada

No es el frío,
ni la lluvia,
ni el invierno colándose por la ventana,
ni las calles desiertas,
ni el viento barriendo lo que queda de mí
una madrugada cualquiera.

No es esta ciudad descolocada,
ni un grito a destiempo,
no es que la soledad me fuerce a extrañarte
y no sepa qué hacer con estas manos vacías,
con esta nube que amenaza mi puerta.

No es que tema estar perdiendo mi horizonte,
reducirme en otro cuerpo
incapaz de ser mi océano,
desconocerte por momentos
y reconocerme en ellos.

Es, simplemente,
el espejo,
el silencio,
la cama vacía.

La
pregunta
que
sólo
es
pregunta.

Elvira Sastre.
La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida, 2016.

Ensueño

El tiempo sucede tranquilo.
Hay un latido en la alfombra
que descansa ajeno a su vida:
responde a cualquier nombre
que le hable con cariño.
Me pregunto si habrá respuestas en sus ojos,
si acaso piensa en quién es,
si sabrá que en su mirada
está mi vida completada.

Yo le hablo
y en él las horas son días.
Yo le miro
y él abre mi camino.
Él es mi baile y no sé si lo sabe.

Hay otro latido reposando aquí a mi lado
que no se llama rutina,
quizá ensueño se acerque
más a sus manos pequeñas.
Puede que no entienda que mi tarde descansa
cuando ella sueña,
que me bastan los balcones
o que me vuelve el sueño tan fácil
que me cuesta regresar a ese otro lugar.
Cuando la vida se vuelve tan sencilla
sólo hay que imaginar la lluvia.

Aquí, el tiempo sucede tranquilo.
Ellos duermen.
Y yo imagino la lluvia
y dibujo dos rayos en sus ojos.

Elvira Sastre.
La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida, 2016.

¡Comparte si te gustó!

Más contenido

Lee más aquí