Gumercindo Díaz (2014); de Jorge A. Castillo

Gumercindo Díaz

Gumercindo Díaz, a quien llamaban cariñosamente Gumi, tenía 26 años y un Toyota station wagon, su herramienta de trabajo, que venía pagando a plazos desde hace dos años, esto gracias a su tío Eladio, quien hizo de aval de pago. Gumi tenía una esposa, dos años menor que él, y dos niños. Jugaba de lateral derecho en el Club Deportivo Los Tigres de Páucar, aunque en realidad era suplente, a veces ni eso, pero siempre estaba con el equipo y cuando era necesario, se ponía la camiseta y los chimpunes para jugar en un campo de tierra contra cualquier rival, que normalmente era los pueblos o caseríos cercanos: Llanco, Jantao, Espitia, Cora, Pacobamba o Cañerías. Gumi tenía un gran corazón, y eso lo reconoció todo el pueblo después del día de su trágico accidente, accidente que se llevó la vida de él y cuatro personas más, incluyendo un niño de 10 meses de nacido que murió ahogado en el río de aguas heladas a diez metros de donde la camioneta de Gumi terminó después de desbarrancarse en la quebrada conocida como Lauchapata. Los expertos calculan que el barranco es de 300 metros. Gumi trabajaba haciendo transporte tipo colectivo desde Páucar a la capital de la provincia. Era un trayecto de aproximadamente una hora porque no hay pista sino una carretera mal aplanada que en temporada de lluvias es una odisea cruzarla. Gumi cubría esa ruta junto con otros compañeros que, turno a turno, movilizaban a la gente entre esas dos ciudades. El día que Gumi perdió el control de su vehículo y se desbarrancó eran las 4 de la mañana aproximadamente, y transportaba a Eladia Quispe (26) que llevaba su niño E.J.Q. (10 meses de nacido), Lucía Coclla (35) y Carnila Soto (69) quien iba con su nieto E.P.S. (10). Todos ellos iban llevando su mercadería, frutas y verduras pero principalmente papas desde su tierra natal al mercado ferial que, sábado a sábado, se ubicaba en plena avenida. La disposición fue dictada por el alcalde provincial anterior, hoy preso, acusado de corrupción y tráfico de influencias. Esta disposición le permitió ganarse unos votitos en la futura reelección en la que no llegó a participar porque está en la cárcel.

Gumi trabajaba desde las 6 de la mañana hasta las 8 de la noche. El día del fatal accidente, Gumi había trabajado desde las 5 de la mañana hasta la 1 de la mañana del día siguiente, con el intervalo de dos horas en que tuvo que llevar a su hermano, víctima de un fatal cólico estomacal, a la posta de salud más cercana. Trabajó muchas horas porque había fiesta patronal en un pueblo entre las rutas previstas y ahí abundaba pasajero, y, Gumi, sabido, no dejó escapar esa oportunidad. Se acostó muy tarde y muy cansado. Tomó una sopa fría más por costumbre que por hambre y se acostó sin decir buenas noches a nadie. Gumi tenía un corazón amoroso y siempre se despedía de sus niños con besos y rezos, y con su esposa, si no estaba peleado (lo que era usual), tenía siempre una caricia para ella; incluso, en ocasiones, le palmeaba el poto en señal de complicidad y picardía. La señora Carnila le tocó la puerta a las 3 de la mañana para pedirle que la llevara a la ciudad porque la feria abre temprano y quien temprano llega pues escoge los mejores puestos, es decir «a quien madruga dios lo ayuda», y ese fin de semana pensaban vender hasta la última papita de la reciente cosecha y regresar, muy tarde y bien comidos, de vuelta a Páucar. Gumi somnoliento atendió la puerta y no se hizo rogar, claro, claro, dijo, ya voy. Se puso su chompa hasta el cuello, se mojó la cara con agua helada de un lavatorio rojo y fue por las llaves. Olvidó su gorra habitual. Afuera esperaban las demás señoras. En la camioneta, iban adelante Eladia y su bebé, atrás Lucía, Carnila y su nieto de 10 años. Arrancó el motor y partieron. Iban conversando para matar el aburrimiento y para mantener la temperatura del auto pues más cálida. No había bromas, solo comentarios. Gumi preguntaba y las demás respondían. Tal vez así se me quita el sueño, pensaba él. Que fuerte la neblina hoy, ¿no?, decía Gumi. Las demás asentían, comentaban. Cerca a la quebrada Lauchapata, Gumi pestañeó un segundo demás, y a la siguiente pestañeada estaba volando rumbo al río abajo que sería la sepultura final de todos los pasajeros.

Se salvó de morir el niño de diez años que viajaba con su abuela. Él, que iba más dormido que todos terminó vivo pero con la pierna rota, la clavícula fracturada y todos los dientes rotos. Debía ser operado de emergencia pero por no contar con su DNI se demoraron en el trámite burocrático hospitalario. Felizmente la operación fue un éxito y se pronostica una pronta y saludable recuperación. Cuando lo conocí, parecía un niño muy despierto y consciente de todo sin tener, por un momento, un aspecto fúnebre o de lamento tardío. Yo esperé encontrar a alguien traumado, o resentido, o molesto, en el mejor de los casos. Además, tiene razón y motivos. Pero no, él parecía haber superado todo y se sentía apto para continuar con sus días. No podía hablar claramente (no tenía dientes y estaba vendado), pero por sus balbuceos se podía reconocer lo que decía. En el pasadizo del hospital hablé con su madre, y antes con su tío en la comisaría. Hay tres teorías esbozadas por el pueblo por las que el niño se salvó: la primera, el niño salió disparado por la ventana trasera en su esfuerzo por salvarse queriendo ayudar a su abuela antes de que el auto se impactara contra las piedras del río; la segunda, el niño salió disparado por la ventana trasera, impulsado por su abuela antes de que el auto se estrellara contra las piedras del río; la tercera, un ángel (¿el ángel de la guarda?) rompió los cristales delanteros, detuvo el auto un segundo, sacó al niño de un tirón (el tirón fue el que le ocasionó las fracturas), lo lanzó a un lado, y dejó que el auto se desbarrancara hasta que se estrellara contra las piedras del río.

En cualquier caso, es un milagro, ahora el niño es casi un héroe para el pueblo. Él todavía no parece saberlo y, hasta cierto punto, es mejor. Quiero decir que la presión para un niño de saberse héroe o hijo de un milagro debe ser incómodo para su vida cotidiana; pero, sin embargo, tengo ciertas dudas, porque él parece muy bien repuesto y no esquiva en ningún momento las preguntas que le hace la prensa local. Hay otras teorías más alucinadas sobre su salvación, pero nadie parece darles importancia: en una, la abuela protege a su nieto con su cuerpo mientras el auto se vuelca sobre el precipicio hasta el río, después del impacto el niño está convaleciente pero vivo, sale poco a poco y se pone a buen recaudo hasta que llega la ambulancia; en otra, el niño se protege bajo el asiento cubriéndose, en su inocencia, con las mantas que lleva la abuela para el frío, después del estruendoso impacto, el niño sale ileso, sin nada, ni un hueso roto, camina buscando ayuda pero al rato se cae él mismo y se hace daño produciéndole las fracturas antes mencionadas; en otro (poco creíble), el niño se sujeta de las trenzas de su abuela y salen volando los dos, caen sobre unos árboles que han crecido torcidos al borde del barranco, los troncos sujetan por sus trenzas a la abuela, por un lado, y del otro al niño que se aferra fuertemente, lo jodido es que las largas trenzas de la abuela han rodeado su cuello y la están ahorcando, el niño no sabe si soltarse o no, soltarse significa la muerte para él, no soltarse significa la muerte de la abuela, lo piensa unos segundos (los segundos son vitales, cuestión de vida o muerte), y se suelta: la abuela ya murió asfixiada por sus propias trenzas y el niño cae mal y se fractura la pierna. El pueblo inventa esas cosas, el folklor popular. En la que sí todos están de acuerdo es que, de una u otra manera, la abuela salvó a su nieto, con sus trenzas o sus manos, salvó la vida de un niño de diez años.

Mientras el niño se recupera en el hospital, voy a Páucar. El diario Mañana, donde trabajo, me envía a cubrir la noticia del entierro de los fallecidos en el accidente. El pueblo ha decidido honrar a sus muertos con una ceremonia en la que participará todo el pueblo. Desde la esquina del mercado de la ciudad tomo un colectivo (como el que manejaba Gumi) hacia Páucar. El pasaje normalmente está 3 soles pero hoy, porque todos quieren irse a Páucar (una versión fúnebre de la ley de la oferta y la demanda), está 5 soles. En los asientos, donde debe viajar uno viajan dos (el asiento del copiloto) y donde deben viajar tres(asientos traseros) viajan cuatro. Atrás, en la maletera también viajan si no hay bultos, pero ahí el pasaje ya vale 50 céntimos menos. Mientras el auto asciende esa carretera hecha jirones, es inevitable pensar en cómo no es posible que sucedan accidentes así si ni siquiera el chofer puede maniobrar bien la palanca de cambios porque parte de mi culo y mis brazos están estorbando su comodidad. La ruta no es larga pero se convierte en una así porque las carreteras están destrozadas; entre el poco interés de las autoridades y la lluvia han terminado por destrozarlas. Cruzar por ese fango, bordeando precipicios y evitando huecos, hace que llegar al pueblo de Páucar sea un milagro.

El pueblo está vacío, no hay nadie por los alrededores, todos están en la Plaza Mayor llevando a sus muertos, los muertos de Páucar. Todo el pueblo está ahí y se han dividido en tres grandes grupos que llevan los féretros de los tres fallecidos. El que más concurrencia tiene es el de Gumi. Todos quieren cargan su ataúd, se nota, todos quieren estar cerca por última vez quien fuera una persona de gran corazón, amigo, y servicial con todos. En las comparsas fúnebres, adelante van los que llevan el estandarte del pueblo, o de otros pueblos aledaños que han venido por solidaridad, luego van las sahumadoras esparciendo su sahumerio por todo el trayecto, luego viene el grueso de la gente y en el medio el ataúd del finado, más atrás la banda musical que, al compás del bombo, cargado y tocado por un niño vestido de riguroso luto, los trompetistas, saxofonistas, trombonistas, tocan una marcha fúnebre que hace enjuagar los ojos y sentirte parte de un sentimiento colectivo. El grupo que lleva a Gumi es el mayor, el que convoca más gente. Se detienen cada cierto tramo y cantan algunas canciones, algunos tocan guitarra, u otros oran. Los familiares son muertos que caminan porque tienen pies; en realidad parece que flotaran, les faltan lágrimas para llorar y sus ojos están rojos y secos. No duermen hace días.

La comparsa que acompaña a Gumi se detiene, el plantel entero del Club Deportivo Los Tigres de Páucar ha pedido permiso para llevar el ataúd. Están todos los jugadores y el comando técnico vestidos con sus camisetas del club, todos están visiblemente conmovidos. El capitán del equipo pide la palabra, dice: «Amigo Gumi, ahora te vas pero te quedas en nuestros corazones. Siempre fuiste bueno con nosotros, nos llevabas a cualquier lugar para que jugáramos el partido y solo nos pedías que te pusiéramos la gasolina, nunca te negaste a un favor, a una ayuda, a mi hermana la llevaste la hospital para que diera a luz una madrugada, a todos nos ayudó, todos tenemos un recuerdo de ti, querido Gumi, ¿no es cierto? (todos asienten, algunos gritos, casi todos lloran). Yo como capitán del equipo, que es también tuyo, te despido, hermano, con dolor, con pena, como nos sentimos todos aquí, todo tu equipo, el Marlon, el Jhonny, Jesús, Lucho, Paco, todos, de todos, en nombre mío, te despedimos pero nunca te olvidaremos». Todos aplauden, y el equipo de fútbol, incluido el comando técnico, carga el ataúd de Gumi. La marcha se reanuda, la banda comienza de nuevo otra misa fúnebre, las lágrimas no paran rumbo al cementerio del pueblo.

Tengo que volver a la ciudad y no hay movilidad disponible, no hay colectivo. Todo los colectiveros, la mayoría quiero decir, son de este pueblo y acompañan a las comparsas fúnebres. Otros, los menos, esperan a que haya suficiente pasajeros, más de cuatro, para volver. Yo me quedaría aquí pero tengo que redactar mi nota de prensa para la edición de mañana del diario Mañana. Unos chicos con pinta de pícaros me ofrecen llevarme de vuelta a la ciudad, me piden 30 soles. No tengo, les digo. Ah, bueno, esperaremos nomá pue, me dicen. De vuelta de Páucar no puedo evitar sentirme conmovido. Sin ser uno de ellos, me siento un poquito de aquí. He soltado unas lágrimas y he aplaudido a rabiar después del último discurso. Me siento al lado del camino, pegado a una chacra donde siembran repollo, me parece, hay un pasto semihúmedo. Más allá hay unas gallinas y pollos que pían y me miran con sus ojotes de incredulidad; sobre el rellano hay unos puercos con manchas negras. Me echo sobre el pasto, mirando al cielo, saco mi cuaderno e intento escribir sobre lo que vi, sobre Gumi, su noble corazón, sobre la gente que lo quiere, y pienso también en todas las cosas que dejé de hacer a personas que me eran cercanas o queridas, y pienso en todas esas cosas que dejamos de hacer por otros, sin darnos cuenta nos terminan marcando, como cuando conocemos a alguien que lo entregó todo, sin nada a cambio, y no podemos evitar sentirnos tocados. Cierro los ojos, escuchó el muuuuu de una vaquita en algún lugar y me quedo dormido. Sueño que estoy bailando un ritmo frenético y muy rápido, mis pies se mueven como poseídos por el ritmo, pero yo, en mis pensamientos, voy lento. Veo que todos los demás bailan igual de rápido y descuajados, y yo también, pero mis pensamientos van lentos. Observo cómo en cámara lenta se acerca una chica muy hermosa y me toma del brazo y me lleva a una esquina, luego me entrega un vaso y me hace el ademán de que debo beberlo, yo lo bebo y ella me pregunta sin preguntarme nada, ¿qué sientes? ¿Qué siento? Siento que ya no puedo seguir viviendo ese frenesí, que quisiera detenerme, que quisiera tener algún bastón de apoyo y que la locura menguara un poco, necesito serenidad, necesito estar solo, necesito que alguien me abrace y me deje tranquilo, necesito un poco del agua de los lotófagos, le digo sin decirle nada. Ella se ríe. Habla con alguien a su lado. Bebe más, me dice sin decirme nada, bebe.

Un poderoso rrrruuuumm rrrruuumm de una motocicleta me despierta. A 20 metros, un señor ha encendido su moto y está calentando motores. Le silbo. ¿Va al pueblo, me puedes llevar? Ven, sube, me dice. Me trepo detrás de él y ya sobre la moto nos vamos de vuelta a la ciudad. Mientras vamos descendiendo hacia la ciudad me entero que se llama Eloy, tiene 40 años, es agricultor y trabaja solo de lunes a jueves. Está separado y vive solo en su casita de campo, donde produce papas y otros tubérculos. ¿Y no siembras marihuana?, le pregunto. Detiene la moto en seco. ¿Por qué, consumes?, me dice. A veces, le digo. Tengo un poco aquí, cosecha de mi chacra, me comenta. Dale, le digo, yo tengo rizla. Apeamos la moto hacia el lado de una quebrada, y armamos el porro. Fumamos mirando las montañas verdes y el cielo celeste. De rato en rato, pero muy en rato, pasan algunas aves, yo las miro extasiado, en silencio. A Eloy le dio por parlanchín, y me cuenta que también conoció a Gumi, buen tipo. Fumaba su ganya también, buena onda, me dice. Se ha hecho tarde. Eloy ya no quiere continuar a la ciudad. Me despido de él con un fuerte abrazo y me voy. Camino solo entre los campos de maíz hacia la ciudad. No ha pasado mucho tiempo y aparece un Tico con dos personas. Me llevan por un sol. Estoy en la sala de redacción de diario escribiendo mi nota de prensa.


Jorge A. Castillo.
Ócixot: crónicas contaminadas, 2014.

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