Febrero (2018); de Melvin Jara

Febrero

A esa edad uno sabe muy poco de la vida,
sabe poquísimo en sí.

Éramos compañeros del jardín de niños María Montessori, pero de distinta clase. Su profesora tenía el corte típico de las maestras en esos años: corto casi hasta la oreja y ondeado, no usaba gafas y llevaba siempre una regla de palo para usarla con quien se portase mal; en cambio, la mía era un ángel de ojos dormilones y de cabellera larguísima, negro azabache. Nunca castigó a ninguno de mis compañeros porque su tendencia a la ternura detenía, probablemente, cualquier arranque de cólera.

Era el quinto recreo del mes de julio cuando lo conocí. Jugaba yo alejado de todos los niños –que andaban todos vestidos con camisas a cuadros y correteaban y peleaban por bajar de la resbaladilla, empujándose por subir primero– con un carrito que mamá me había comprado en uno de sus viajes. Era metálico, pequeño y amarillo. Desde la primera vez que lo tuve en las manos, no pude soltarlo. Me alejé porque no quería prestárselo a nadie –a esa edad uno también quiere que todo sea suyo–. Pero dejé todo, el carrito y mis ideas egoístas de lado, cuando oí el grito de un niño. Los maestros estaban en reunión, como casi siempre a esas horas, y yo había optado por apartarme un poco más de lo debido, detrás de un montón de pencas de tuna. Ahí nadie se atrevía a jugar, porque no era fácil cruzarlas sin salir dañado. El grito se intensificó, me acerqué a ver quién era el escandaloso y torpe niño que trataba de cruzar los linderos del jardín sin saber siquiera hacerlo.

Ahí fue que me topé con él. Estaba cubierto de espinas, las tenía hasta en el rostro. Menos mal ninguna de ellas en los ojos –si no mi reacción no hubiera sido la apropiada y hubiera acabado huyendo apenas verlo–. Me miró con ojos de súplica, todito lleno de espinas y bañado en lágrimas.

Entonces lo hice, me agaché, sorteé las pencas e ingresé a donde se encontraba y lo ayudé a salir. Le dije que fuera valiente y lo miré con desdén para menguar su orgullo y así él pudiera salir sin queja alguna. Lleno de orgullo suele uno quedarse en el mismo lugar porque no quiere que lo vean así, derrotado.

Ya afuera, a mi lado y apartado de todos, cruzamos las pencas hacia el tranquilo jardín. Procedí a quitarle una a una las espinas. Él solo se quejaba cerrando los ojos, apretando sus puños y moviendo suavemente la cabeza cada que cogía otra espina para quitársela. Trataba de sacar las espinas lentamente, pues sabía que su dolor era necesario para dejar de lado el dolor en conjunto. Hasta puede uno acostumbrarse al dolor, pensaba yo, y durante aquel momento no me percaté absolutamente de nada. Éramos dos niños alejados de los maestros y de los demás compañeros, tan solo eso.

Al acabar, me topé con la sorpresa de que también tenía un carrito de metal. Lo sacó cuando llegamos a donde minutos antes jugaba. Su carro no era tan bonito como el mío. El suyo era uno despintado, verde a duras penas. Lo sacó cuando vio el mío, amarillo, brillante como una margarita. Lo puso en su mano y no dijimos nada. Es más, creo que ni el nombre nos llegamos a preguntar, por eso, por más que hago el esfuerzo, no he logrado recordarlo. Y yo que atribuía ese hecho a los años. Y pensar en todo eso me hace recordar febrero y lo corto que llega a ser ese mes, con sus fiestas y muertes. Porque el mes de febrero es tan pequeño que por eso nos invaden todo tipo de ideas y de fiestas y de armas y de lluvia que pueden destruirlo todo y dejarnos sin nada en los bolsillos.

Empezamos a trazar caminos en la tierra, construimos puentes con troncos secos y pequeñas casitas de barro. Un poco de imaginación convertía ese montón de tierra en una enorme ciudad. Teníamos carreteras bien diseñadas, con curvas y todo. Jugamos por largas horas, tantas como duraba la reunión de los maestros. Intercambiamos carros por breves lapsos, más por decisión de él que por la mía.

Cuando oímos la voz de los maestros llamando, salimos rumbo a nuestras aulas. En el camino, por fin, me preguntó dónde vivía (ese día mi madre no iría a recogerme, así que me tocaba irme solo por primera vez. Recordé que para llegar a casa tenía que caminar ocho cuadras, derecho, hasta llegar al puesto de Papichi, zapatero amigo de todos en la cuadra, y de ahí caminar dos cuadras a la izquierda y tocar el portón verde, tres veces, hasta que saliera mi abuela, quien a duras penas daba pasitos. Claro que tenía que esperar a que esa bendita mujer abra la puerta y pueda toparme de lleno con el pequeño jardín de lechugas y un árbol de moringa verdecito). No pude decirle todo esto porque hablaba y no dejaba de hacerlo, me decía que iríamos más rápido, que tenía la solución para no caminar, que no importaba dónde vivía, llegaríamos de inmediato, que gorrearíamos algún auto y que llegaríamos temprano a casa, y lo más importante —cuando dijo eso me vio directamente a los ojos, no tenía rastro de haber llorado hace minutos—, que nadie tendría que enterarse.

No llegué tampoco a responderle porque ya se iba en dirección a su salón y yo ya entraba en el mío. En clase no pude comprender bien lo que la maestra nos explicaba sobre las señales de tránsito, pues estaba asustado. Pensando que tuve que decirle que no, si mamá se llegase a enterar, seguro que me castigaría y me quitaría el carrito amarillo nuevo que estaba en mi bolsillo, algo sucio por el trajinar de sus viajes. Saqué el carrito y lo coloqué sobre la mesa mientras trataba de olvidar todo. Empecé a jugar nuevamente ignorando la clase y a mis demás compañeros que empezaban a preguntarle cosas a la maestra. La maestra nos entregó unas hojas que debíamos colorear. Ella repetía que tendríamos que pintar el semáforo con los colores respectivos, mientras dejaba en cada mesa tres lápices de colores rojo, amarillo y verde. Apreté con fuerza los puños pues desconocía el orden exacto de cómo debía de colorear esas malditas esferas por andar pensando en que no acabase la clase, y los minutos que fueron pasando desde aquel momento eran doblemente angustiosos. Acabé pintando el semáforo de amarillo, una luz de color rojo, y es que el peligro siempre es el rojo. El segundo círculo de verde porque el verde es de vida y de blanco el último porque se necesita paz en cualquier parte del mundo.

La campana de salida tocó antes de que me diera cuenta. Salí viendo a todos lados, pero no lo ubiqué por ningún lugar. Empecé a correr por el pabellón a toda prisa dejando atrás aula por aula. Un maestro me detuvo, me disculpé y sonreí prometiendo no volver a correr por el pabellón. Caminé lo más rápido que pude hasta encontrarme frente al portón pintado de negro que dividía la calle del jardín. Él estaba ahí, en la calle, jugando con el carrito verde desgastado que paseaba sobre la pared. Al verme, guardó de inmediato el juguete y se acercó:

—Vamos, compa, qué esperas. Nos vamos a cagar de risa, ya verás.

Y se abalanzó, tomándome de la mano. Me sentí nervioso y asustado. No pude decir nada, anduve callado, repasando lo que acababa de decir, la manera tan fresca de decirlo. Y es que me pareció completamente raro que minutos después me tratara de esa manera tan cercana, mientras iba explicando cómo tendríamos que actuar para que todo nos saliera bien:

—No es tan complicado, verás, solo es cogerte con fuerza, bueno, no mucha fuerza. Seguirlo tan solo hasta donde las piernas te aguanten, luego soltarse para poder descansar un toque.
Pero qué te explico, uno aprende cuando ya está en marcha. Apura, el semáforo ya se pone en rojo.

Llegamos a la esquina, los autos esperaban el cambio de luz. Se agazapó en un Volkswagen que iba lento como quien cruza la carretera, pero se quedó detrás y colocó la mano en el parachoques trasero del auto esperando a que la luz cambiara a verde. El auto arrancó y él detrás, sosteniéndose fuertemente, corriendo primero, se impulsó y se subió al parachoques. Lo vi así por dos cuadras, entonces saltó y comenzó a correr hacía donde yo estaba. Me maldije por quedarme ahí, todo tonto, parado, por no haber huido a casa a resguardarme.

Cuando regresó, me dijo, exhausto y sudoroso:

—¿Viste, cumpa? Así se hace esto de gorrear. Allá en Brasil le dicen “murciélago” y la verdad no sé por qué. Lo sé porque mi abuelo que lee mucho me lo contó. Bueno, me contaba de un libro. Cuando pueda leer, lo leeré varias veces porque sé que me gustará. Pero ¿viste cómo lo hice?

No había visto casi nada. Se lo iba decir, pero él estaba empujándome detrás de otro Volkswagen.

—¡Apura, compita! Agarra así, mira —dijo, mientras ponía sus manos en el parachoques trasero.

Sus ojos fueron los que me instaron a seguirlo, aunque involuntariamente, pero ahí estaba, sosteniéndole las retaguardias a un escarabajo y esperando a que el semáforo se ponga en verde, y justo ahí me vine a dar cuenta de que el trabajo que había hecho estaba completamente mal. Que los colores no eran como los pensé y seguro la maestra me iría a regañar también y eso sumado al hecho de tener que ocultarle a mi madre que había llegado a gorrear con un compa ya representaba que sería acreedor a un castigo severísimo.

El auto avanzó y el jalón que dio me trajo de vuelta para seguir escuchando las palabras de aquel niño:

—¡Avanza, con huevos, compa!

Corrí un tramo y no pude más. Mis piernas se cansaron rápidamente. Me dolían y me sentía fatigado, pensando que ya estaba frito, que mamá me castigaría indefinidamente y dirá nuevamente: “¡Por qué no sabes estarte quieto, André!”.

“No puedo más”, le grité. “No puedo más”. Dije dos veces para que me pudiera oír. Pero el sonido del motor era más fuerte. Detrás no venía ningún carro, así que decidí soltarme y lo hice. Pero cometí el error de tratar de parar en seco y caí raspándome las rodillas y los codos.

No sé qué fue lo que le pasó. Asumo que volteó a verme y se asustó e intentó soltarse también del carro. Pero el chofer había acelerado, seguramente porque me vio tirado en la autopista por el retrovisor. Y a él se le atoró uno de los dedos. No lo sé, porque yo lo vi siendo arrastrado detrás del auto con una mano enganchada cuando el parachoques se pintó de rojo y él cayó cómo un costal al piso. Llorando y con la mano derecha manchada de sangre. Intenté volver al camino para buscar su dedo y entregárselo. Pero no vi nada y la gente comenzó a rodearlo, el chofer bajaba del carro maldiciendo: “Carajo, por culpa de ese mocoso llegaré tarde al trabajo”.

Y otros que llegaban y comenzaron a llamarnos la atención y era la primera vez que gorreaba. Pero todo este problema no era nada comparado con lo que me aguardaba en casa. Venía con un: “¿Mocosos de mierda, se piensan morir o qué?”. Me lo decían a mí porque al otro lo atendían con amabilidad y le limpiaban la mano.

Me di cuenta de que tenía aún los cinco dedos de la mano derecha. Pero tenía cerquísima al dedo meñique un punto rojo y sangrante. Estaba siendo vendado. Ese niño tenía seis dedos y yo no me había dado cuenta, mi cumpa tenía seis dedos y yo trataba de no oírlo porque desde que lo conocí comenzaron a salirme las cosas mal. Primero la prueba mal hecha, el resondrón de los señores de la calle y esto más el castigo que vendría, en el mejor de los casos, dos días después, y esto me daría tiempo de prepararme, al menos.

Los señores empezaron a rodearlo, todos, toditos, y era como si me hubieran olvidado. Una de las chicas que lo ayudaba a atender, que al parecer era enfermera, dijo con tono acaparador que a eso se le llamaba polidactilia.

Quería irme a casa aprovechando que nadie me veía porque andaban preguntándole cosas a la chica que ahora era rodeada por varios señores. Nos vimos y parecía que aún le dolía. Me le acerqué.

—Cumpa, no pensé que tuvieras seis dedos. Pero ahora tienes cinco, como todos. Ves —dije y le enseñé la mano.

No se rio ni dijo nada. Agachó la cabeza y me recordó el momento en que nos conocimos y empecé: “Tú tenías seis dedos y a pesar de lo que te ha pasado, tienes los que te hacen falta para gorrear otra vez”. No mostró señal alguna de cambio hasta que se lo mostré.

—Te doy mi carrito si no lloras y no le dices a nadie.

—Bacán —dijo, mientras me quitaba el carro y me jalaba, corriendo, aprovechando que los señores sacaban sus billeteras para buscar un trozo de papel en el cual apuntarían el número
de la señorita.

Llegamos a la esquina y me quiso hacer girar para la izquierda. Me solté.

—Voy por aquí, de frente.

—Ya pues, mañana nos vemos otra vez. Esta vez sí no me pasará nada. El otro dedo me jodía un poco. Por eso no me gustaba enseñar la mano. ¿Ves que uso la manga más larga por este lado? —dijo, mientras me mostraba la manga derecha que tapaba la mano y dejaba ver solo la punta de tres dedos. La manga izquierda la tenía doblada.

—Nos vemos mañana —volvió a repetir y se fue corriendo veloz, como si nada le hubiera ocurrido, llevándose mi carrito pequeño que quizá no fue nada comparado a perder un dedo.

No lo sabía porque andaba pensando que para llegar a casa tenía que caminar ahora cinco cuadras, derecho, hasta llegar al puesto de Papichi, zapatero amigo de todos en la cuadra, y de ahí caminar dos cuadras a la izquierda y encontrar en el portón verde a mi abuelita quien, a pesar de sus duras penas, estaría esperando ya un buen rato para que pueda yo ingresar y toparme con el jardín de lechugas y esa moringa que tenía como arbolito en esos años.

Sabe uno muy poco. Aquella noche no dormí por andar pensando en el segundo día que tendría que volver a casa solo. Seguro ese niño, el compa, me volvería a llevar a gorrear con él y eso me volvía a causar pánico. No dormí nada, pero todo fue en vano porque al llegar el día siguiente al jardín y en los demás días no lo volví a ver nunca más. Y es que uno sabe muy poco a esa edad, no sabe nada porque ni siquiera pude preguntarle el nombre, y eso que acabé regalándole mi carrito amarillo, ese que no podía soltar desde que lo vi por primera vez. Por eso tan solo digo “febrero”.

Melvin Jara.
Games Boys, 2018.

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