Ernesto Cardenal, poeta
Pues bien, en medio de todo esto, aparece en México en 1944 el nicaragüense Ernesto Cardenal. Sacerdote, poeta, mítico y revolucionario, su vida y su carrera están hoy muy lejos de ser lo que eran en aquellos años en que asistíamos juntos al café de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de México, a mediados de los años cuarenta, cuando Cardenal no quería saber nada de cosas políticas. Cardenal, que podía enseñarla, estudiaba allí literatura y no quería saber nada más. Y digo que podía enseñarla porque se había formado ya, como otros dos notables poetas de su país, Ernesto Mejía Sánchez y Carlos Martínez Rivas, bajo la dirección de José Coronel Urtecho y Pablo Antonio Cuadra, que sabían y saben toda la literatura del mundo que hay que saber.
Entre guatemaltecos y nicaragüenses constituímos pronto una especie de colonia centroamericana de poetas y escritores, en medio de otro grupo similar de mexicanos todos medio locos y medio cuerdos, pero todos esperanzados,entre los cuales les diré de paso que se encontraba el más tarde presidente de México, Luis Echevarría, sólo que en él predominó lo cuerdo.
Como no es mi propósito aquí hacer la pintoresca memoria de nuestras aventuras o experiencias de entonces, me concentraré ahora a recordar a un hombre delgado, con cara y ademanes y movimientos de pájaro, de esos pájaros que como autorretratos suyos están siempre presentes en cuanto escribe y con los cuales hay que identificarlo; de un extraño pájaro tropical, brillante, inquieto, de constante buen humor, de buen humor profundo, inteligente, que siempre lo encaminaría a la defensa entusiasta y al regocijo de lo bello y de lo intrínsecamente valioso, al mismo tiempo que al ataque y al escarnio de la miseria de nuestra vida política. (Él, que no quería tener nada que ver con la política). Un pájaro siempre con el mismo tema del amor y el odio, en un contrapunto que no habíamos escuchado desde los grandes poemas de amor-odio de Pablo Neruda; esos grandes poemas americanos en que el tema de la naturaleza exhuberante y verde, verde, está siempre teñido con la sangre de los muertos y de los torturados en las cárceles, como ese amigo de que habla:
Luis Gabuardi mi compañero de clase al que quemaron
vivo y murió gritando ¡Muera Somoza!
En aquel tiempo Cardenal tenía 20 años y escribía poemas de amor a muchachas muy bellas, tan espirituadas como él y de nombres luminosos, pero a las que él además idealizaba tanto que las muchachas probablemente terminaban por sentirse puros espíritus, les daba miedo dejar de pertenecer a este mundo, de convertirse en una mera idea del poeta, y entonces huían de aquel hombre extraño que las trataba como musas y que apenas se atrevía a verlas, pero a quienes, como él mismo dice en muchos de sus epigramas, estaba desde entonces inmortalizando:
De estos cines, Claudia, de estas fiestas,
de estas carreras de caballos,
no quedará nada para la posteridad
sino los versos de Ernesto Cardenal para Claudia
(si acaso)
y el nombre de Claudia que yo puse en estos versos
y los de mis rivales, si es que yo decido rescatarlos
del olvido, y los incluyo también en mis versos
para ridiculizarlos.
Y es probable que ellas ahora crean que van a inmortalizarse a través de sus hijos; y no, sino que estarán siempre presentes en la imaginación de alguien que las imagine en el futuro a través de las palabras de aquel hombre flaquísimo y tímido que, como Dante frente a Beatriz, apenas se atrevía a levantar la mirada hasta ellas, no fuera a ser que lo fulminaran con una sonrisa:
Yo he repartido papeletas clandestinas,
gritando: ¡VIVA LA LIBERTAD! en plena calle
desafiando a los guardias armados.
Yo participé en la rebelión de abril:
pero palidezco cuando paso por tu casa
y tu sola mirada me hace temblar.
En el ambiente de que hablé antes, en el México de Carlos Augusto León, el poeta venezolano que decía:
Aquí los potros corren vertiginosamente
y se diría que marchan paso a paso,
en el jubiloso ánimo revolucionario que nos mantenían vivos y activos, el único que pasaba caminando sobre las aguas era Cardenal, quien todo el tiempo pulía grandes poemas, que ahora no le gustan, sobre el mundo americano de los conquistadores, y sobre la necesidad de partir:
Invito a todos los que se acogen al abrigo de estos muros de muerte
a todos los que lloran en esta margen por un país de amor y eternidades,
a todos los que agonizan sobre femeninas dunas calcinadas,
invito a hacer un viaje, más allá de donde el mar levanta su humareda,
más allá del horizonte donde el ataúd del mundo definitivamente se cierra
bajo el peso de un cielo insostenible hecho de lápidas azules; invito a hacer un viaje, muy lejos de esta tierra, de esta ciudad y su mortaja,
antes que la última embarcación se marchite cercada por el polvo,
porque es necesario partir, porque es necesario partir.
Y sobre alegres risas de muchachas, que en esos poemas y en la vida real terminaban sin faltar una siendo para otros, de igual manera que los ríos, los pájaros y las maderas preciosas de su Nicaragua natal eran de otros y para otros:
Me contaron que estabas enamorada de otro
y entonces me fui a mi cuarto
y escribí este artículo para el gobierno
por el que estoy preso.
Sí, ahora que lo recuerdo, pasaba como caminando sobre las aguas, y creía en las musas; pero creía de veras y se enojaba mucho porque nosotros no creíamos en las musas, y él decía furioso que cómo un poeta podía escribir sin tener una musa que le dictara los versos, tal como ahora lo sostiene el poeta Robert Graves, sólo que en el caso de Graves la musa es de carne y hueso y bailarina y él le lleva cincuenta y siete años, y en cambio las musas de Cardenal eran las mismas musas de antes, las de los griegos.
Yo entonces creía más en las musa de los sindicatos, en las de las banderas rojinegras, y soñaba con una gran insurgencia popular que inspirada por la musa del Hambre arrasara con todo de una vez para siempre.
Por fortuna, las musas de Cardenal, que nunca estaban en huelga, le empezaron a dictar no los versos quejumbrosos del amante desdeñado, sino los versos profundos y viriles del poeta que da todo el amor en forma rabiosa, todo el amor a las mujeres, todo el amor a su país en forma rabiosa, como en el poema Hora 0:
En abril los mataron.
Yo estuve con ellos en la rebelión de abril
y aprendí a manejar una ametralladora Rising,
y Adolfo Báez Bone era mi amigo:
le persiguieron con aviones, con camiones,
con reflectores, con bombas lacrimógenas,
con radios, con perros, con guardias;
y yo recuerdo las nubes rojas sobre la Casa Presidencial
como algodones ensangrentados,
y la luna roja sobre la Casa Presidencial.
La radio clandestina decía que vivía.
El pueblo no creía que había muerto.
(Y no ha muerto)
U otros que recuerdan a Leopardi, con quien, ahora que lo pienso, Cardenal tiene más de un paralelismo, paralelismo que a lo mejor Cardenal ni sospecha.
Leopardi:
Todo es paz y silencio; calla todo
el mundo, y ya de aquello no se acuerda.
En mi temprana edad, cuando se espera
ansiosamente el día festivo, o luego
cuando ha pasado, yo, doliente, en vela,
estrujaba la almohada; y ya más tarde
oía un canto que por los senderos
a lo lejos moría poco a poco
y el corazón como hoy se me oprimía.
Y Cardenal:
Como latas de cerveza vacías y colillas
de cigarrillos apagados, han sido mis días,
Como figuras que pasan por la pantalla
de televisión y desaparecen, así ha pasado mi vida.
Como los automóviles que pasan rápidos
por las carreteras, con risas de muchachas
y músicas de radios.
Y la belleza pasó rápida, como el modelo de los autos
y las canciones de los radios que pasaron de moda.
Y no ha quedado nada de aquellos días, nada,
más que latas vacías, colillas apagadas,
risas en fotos marchitas, boletos rotos,
y el aserrín con que al amanecer abrieron los bares.
Y así el poeta, creyendo en sus musas, maduró vital y políticamente más que nosotros, que nos volvimos meros escritores, burócratas o diplomáticos, mientras él ya no sólo camina sobre las aguas, sino sobre las nubes, como el nefebilata de Rubén Darío, y lo más milagroso, sobre la tierra, porque cuenta con el secreto de creer en lo imposible y entonces lo imposible es posible para él,
y a veces lo encuentro en diversas partes del mundo, y ahora es el mismo pájaro, pero un pájaro con barba, con una gran barba blanca whitmaniana, vestido con tela de manta blanca y oigo que la gente va y le pide no autógrafos como a cualquier escritor, sino la bendición, pues saben que es sacerdote y le dicen padre y le quieren besar la mano,
y él entonces se ríe y no se los permite pero los mira con una mirada con la que más bien les pide perdón para él por poseer el don de perdonarlos. Entonces, ante esto, no me queda más remedio que meditar un poco y, como ahora, me pongo sentimental y recuerdo las cantinas y los cabarets del México de aquellos años en que bebíamos cerveza literalmente hasta la náusea y bailábamos con extrañas mujeres a las que se les pagaba un peso por bailar y algo más por alguna otra cosa, en tanto el poeta, que estaba también allí, tomaba nota de la vida y hoy no puede escribir un solo verso o una sola línea que no estén llenos de vida, sin metáforas, sin adornos, llenos simplemente de vida.
Augusto Monterroso.
Pájaros de Hispanoamérica, 2002.