En blanco pie de Lucía Delbene es un cuento sobre la imposibilidad de escribir. Sobre los pensamientos de una escritora frente a la página en blanco, y cómo los recuerdos de lecturas como el Moby Dick de Melville, pueden ayudarla a superar su bloqueo.
Introducción
Lucía Delbene publica en el año 2013 El libro de los peces y otros relatos. El libro está compuesto por cinco cuentos marcados por una constante intertextualidad; lo que en otros autores podría parecer excesivo, en ella, resulta funcional a lo narrado. Las referencias literarias son precisas: por lo general, autor y contexto. Dispuestas a lo largo de la obra, funcionan como sucesivos eslabones, puentes o conductos.
Un cuento de Lucía Delbene sobre el bloqueo creativo
En blanco pie es uno de los cuentos de este libro, y nos acerca la peor sospecha del artista: la posibilidad de no volver a crear.
La página en blanco es ese abismo que se dibuja ante nosotros cada vez que acometemos una nueva empresa creativa.
Más aún si dicha empresa es por encargo —el personaje principal debe entregar una historia para una revista—, ya que el factor tiempo pasa a ser determinante y agotador.
La historia se construye por varias vías, de atrás para adelante, de la superficie a lo profundo, de lo actitudinal a lo reflexivo, exigiendo diversas lecturas para asimilar estos impactos, transfiguraciones y entrecruzamientos.
En blanco pie
Para llegar al estado de invención pura
Helio Oiticica
hay que pasar por el blanco sobre blanco
¿Qué cosa indecible, inescrutable y diabólica?
H.M.
¿Qué cruel y despiadado emperador me ordena que
contra toda añoranza y amor humanos me aferre y
persista en ello, me lance a ejecutar desatado lo que
ni mi propio corazón humano se atreve a concebir?
La página blanca relumbraba en la pantalla rodeada del azul virtual del Word 2007 pirateado de internet. Era necesario crear la aventura, a-ven-tu-ra repitió para sí tratando de hacerse con el secreto de la palabra sin que la más mínima arista de una idea cruzara ante el radar de la imaginación. Lo que está por venir o ¿qué pasará?, tal era el significado simple de aventura, podría ser la promesa de un comienzo, un viaje por el océano desconocido, plácido y aburrido como una plancha, o furioso, como aquel que se había atrevido a someter el capitán Acab en su buque ballenero tras Moby Dick, la famosa ballena blanca. Esas sí que eran verdaderas novelas de aventuras pensó, donde los autores se habían consagrado a una vida lo más novelesca posible, llena de viajes, de amores increíbles, de países remotos donde ni el mismo idioma alcanzaba para nombrar ¿Acaso no se había dedicado el mismo Herman Melville a la pesca mayor mucho tiempo de su vida? Si hubo una época de oro de la novela fue la del siglo diecinueve, cuando el mundo aún era un lugar en el que había orillas vírgenes donde esperaba la realización de un objetivo tangible: conquistar un territorio que podía tener tanto el nombre de una mujer como el de un portento marino con el rostro blanco de la pregunta sobre todo destino. Sin embargo, pensó que idealizar cualquier pasado era absurdo, incluso uno literario; Cervantes también podría haber pensado que en realidad el mil quinientos había sido el tiempo verdadero de la novela, cuando puso a rodar a su trastornado caballero a buscar la sola, simple y metafísica AVENTURA, después de que los caballeros andantes no eran sino los brillantes fantasmas de una época acabada.
Se sentó y se puso a escribir su aventura sin más retardo. La revista le había pedido una entrega para el día siguiente. ¿Y cómo podría crear la trama donde se iba a mover el héroe con el alma desbocada en ese departamento, donde el quilombo del tráfico penetraba con su ensordecedora habitual? “La calle ensordecedora en torno mío aullaba” recordó por asociación de palabras el verso del maldito Baudelaire, escrito cuando la metrópoli comenzaba a existir por allá por el mil ochocientos sesenta y en París se pavimentaban los primeros bulevares. Cerró todas las ventanas que rugían como usinas en una fábrica. Apartó la digresión y se puso a pensar de manera urgente en la aventura, en qué tipo de anzuelo habría de enganchar más rápidamente a un lector más bien indolente, quizás un tanto hieperestimulado de internet y TV, de manera tal que despertase su deseo de seguir leyendo hasta el final, atrapado en un sedal que resolvería el misterio planteado en el paréntesis curvo de la lectura. De alguna manera y sin proponérselo demasiado, las ficciones le habían empezado a proporcionar algo de dinero con el que pudo alquilarse el departamento en el centro, cuyo único mobiliario al momento consistía en el escritorio con una silla y un colchón para dormir.
Entretanto, no sabía nada de la aventura, las horas desfilaban desesperantes como moscas alrededor del colchón hasta que se puso a pensar en que la única finalidad de la aventura podía ser la justicia en un sentido ancho. En el equilibrio roto que debía restablecerse luego de que el mundo fuera un mapa de iniquidades, testigo de sangre u objeto de la iracundia celosa de los arbitrarios dioses, el yerro debía corregirse por lo general con un sacrificio. Alguien debía morir, efectivamente. Luego, todo volvería a ser como antes, el sol aplomaría otra vez por el oriente y las estrellas ocuparían sus puestos en la existencia nocturna. Bajo esta idea comenzó a regir el devenir de la historia. Por cierto, había buscado la palabra devenir en un diccionario de filosofía para ver su significado. Últimamente cuidaba de ajustar la semántica exactamente a su expresión, es decir buscando un lenguaje que fuera preciso a sabiendas de lo absurdo de tal pretensión. Entonces, leyó que devenir es el flujo del tiempo y el cambio, como aquel río de Heráclito encontró que podía tal vez el tiempo ser la esencia de una historia sin caer en ningún tipo de existencialismo. Detrás del tiempo todavía seguía la página en blanco. Se levantó y miró por un ventanuco, la celosía estaba a medio correr. Las formas se movían al principio borrosas para adquirir nitidez en el foco distraído de la mirada. A lo lejos, tras la dentadura despareja de los edificios, se veían las olas del río rizar su acerada superficie. Estiró los brazos en un gesto que la hizo pensar en los gatos. La simple tensión animal sobre los huesos, alzándose sobre la carne. Luego de realizar unos ejercicios para templarse decidió atravesar la blanca pantalla para perseguir al capitán Acab.
Los mares del sur habían permanecido en la idea de muchos como la esencia de la aventura. No solamente el mar sino el sur, lugar salvaje, ubicuo e inexpresable desde que las hordas tecnológicamente superiores comenzaron a avanzar en búsqueda de graneros mejor provistos que los que daban las exiguas cosechas de un continente castigado por guerras, hambrunas, agotamiento material y espiritual. Tras la gran tierra de la abundancia mucho tiempo prometida de cuyo seno fluye leche y perpetua miel. El maná, largamente buscado, la tierra prometida por Dios a los hombres. En América meridional la leyenda de Eldorado, regó de tripas humanas la selva consagrada a una inocencia dudosa ¿Acaso no iban el capitán Acab y sus compañeros tras el prodigioso esperma de la ballena, aceite purísimo que proveía de luz a la burguesía para que llenara de ocio y divertimento las noches de los palacetes? ¿O incluso no habían ido los griegos tras la bella Elena, símbolo de Troya, ciudad de las ricas aduanas? La horda, tras la cual se erigen y se suicidan los héroes, iba persiguiendo una posesión inapreciable, un don divino al cual el capitalismo puso un precio para aprovecharse de su mercantilización en todo el globo y establecer la era del valor y del intercambio quitándole cualquier tipo de mística, toda posibilidad de trascenderse en tanto sentido. Si ya no existía el sentido y lo único posible era el valor y el intercambio ¿cómo había de crearse la aventura? Esta idea se le antojó como una peligrosa caída en el vacío, la anulación de alguna posibilidad de proyección por donde podría aventurarse el relato.
Bien, bien, se dijo cuando tuvo la sensación de que el hilo comenzaba a tensarse por algún lado. La revista le había pedido que la historia fuera especialmente entretenida, que pudiera tener un carácter propio entre las anécdotas de la farándula, los diseñadores y las noticias de los últimos partidos que jugaría la selección en el campeonato internacional, todo ello salpicado con los noticiones más taquilleros de la política nacional, a modo de grandes títulos caricaturescos que comentaban el último gaf del presidente o el precio de los zapatos franceses de la flamante presidenta de otro país. Se había detenido a reflexionar acerca de las razones por las cuáles la revista había querido introducir literatura, que a esa altura parecía una costumbre retro como escuchar discos de vinilo o discar por un teléfono con cable enrulado, conjeturando que un cierto halo cultural podría situar al producto en un mercado más amplio que el de un público que se dedicaba a leer chismes ociosos.
Mientras tanto, la pantalla parpadeaba con su ojo mecánico condensando y rechazando la potencialidad de escribir en ella la aventura. La cuestión era sencilla, algo tenía que pasar, hasta el ruido más imperceptible o cualquier movimiento que el mundo fuera capaz de producir, como la apertura sigilosa de una puerta o la herrumbre progresiva de los plátanos en otoño, podía servir de excusa. Había que armar un artefacto que fuera capaz de suscitar un grado de curiosidad sostenido, que produjera en la mente las imágenes y las ideas que las palabras iban transportando como camellos entre la historia y el lector. Todavía estaba comiéndose las uñas frente a la máquina cuando sonó el portero eléctrico. Se asomó por la ventana para lanzar las llaves al visitante; se le ocurrió que tal vez la aventura se presentase en persona para invitarla a embarcarse en un buque ligero, cargado de aparejos y armas de pesca a punto de zarpar hacia los mares del sur. Pero no, era su joven amiga, que miraba con la cabeza desnucada desde la silla de ruedas esperando que se asomara para invitarla a pasar.
—En qué andás, fue el saludo ¿estás ocupada? —Ya quisiera, sin embargo no, ahí van las llaves. La sonería metálica se desparramó sobre la vereda acribillando el espacio que sobraba a los pies desde hacía mucho tiempo muertos de la joven amiga. Al rato se escuchó la puerta corrediza del ascensor chirriar sobre el riel. Entró por la puerta abierta manipulando el control sobre el mango de la silla que se deslizaba por los mosaicos emitiendo un chasquido en cada giro. Se detuvo en el umbral unos momentos y observó el espacio vacío en el que ella oscilaba como esas aves migratorias que han perdido el rumbo de sus compañeras y planean en círculos sin hallar la ruta de salida. Sobre la mesa, la pantalla había activado un protector por el que flotaban unos peces brillantes cruzando indiferentemente la página en blanco del Word. —¿Y?, ¿cómo va? le había preguntado.
—Mal, re mal. Merde!
Había conocido a la joven de la silla de ruedas en un encuentro de escritores y periodistas, organizado por la Alianza Francesa y por ello a veces en sus conversaciones mechaban algunas palabras en otros idiomas, en memoria de aquel encuentro inicial y a la patria extranjera de la joven.
Me llamaron de la Revista para encargarme una historia de aventuras a dos páginas formato especial, y no encuentro nada, me entendés, absolutamente nada que contar, se amasó los cabellos con desesperación transitando desde el living hasta el vestíbulo donde la amiga todavía estaba inmóvil.
Tomó la silla por los manubrios y la empujó hasta la mesa donde incluso el protector de pantalla se había desactivado.
Estuve pensando en los lectores, en qué cosa podía gustarles. ¿Te volviste loca? Jamás pienses en los lectores. Menos mal que viniste, la verdad, no sabía qué hacer, capaz que hablando contigo se me ocurre algo. ¿No estabas escribiendo sobre esa idea tuya de las transformaciones que la literatura es capaz de hacer sobre lo real? Podrías escribir algo breve sobre esto y tendrías tu historia. No, no, tiene que ser algo más simple entendés, no tan reflexivo, una historia que esté basada en hechos concretos, nada demasiado difuso o extraño me entendés, algo simple de lo que los lectores puedan decir “no pude dejar de leer ni un instante hasta el final de esa historia, tan atrapado me tuvo”, un relato que sea tan misterioso y urticante que pesque inmediatamente al lector, apenas avance una o dos frases ¿Me entendés? Entonces dedicate al género policial, no hay nada que enganche tanto como eso. Un asesinato como los que salen en televisión todos los días, el ambiente realista y nacional, el investigador un poco excéntrico, hasta podés poner una mujer ahora que está de moda la cuestión del género y zas, no hay forma de no intentar descubrir qué ha pasado, porque todo se trata de eso ¿no? ¿qué pasó? a nadie le va a importar el cómo, no te preocupes ni te sigas reventando la cabeza por una historia de dos mangos. No sé si se trata tanto de qué pasó o de un deseo de justicia inmemorial. Ahí es cuando la literatura se pone a arreglar el mundo y le sale mal. ¿Te pusiste a pensar por qué necesitamos de la aventura, de la hazaña y de las vidas extraordinarias, por qué cada noche con los lentes puestos, devoramos la novelas con un furor solamente comparable a la locura? Me parece que capaz podríamos tener una de las claves de la literatura si damos con esta respuesta. No es demasiado difícil imaginársela, sin embargo no creo que sea la clave de la literatura. Leemos para ser otro, para desaparecer en otro, porque no hay nada que guste más al mortal que la imitación, una alienación radical que enriquece la salud y en ese viaje mental raptarnos de la cotidianidad por un rato. Un rato de emoción, tal vez, de aprendizaje. La literatura es un antídoto contra uno mismo, y tal como la concebimos, el lugar marginal que le damos, un simple entretenimiento, el entretelón de la acción que consideramos verdaderamente importante. Incluso creo que la realidad virtual va a terminar sustituyéndola. Imaginate, un libro virtual, donde vivas la aventura con tu propio cuerpo, con tus venas y tus huesos. Me parece que esta explicación es burguesa y muy psicoanalítica, Freud decía que la capacidad de fantasía le fue dada al hombre para restaurar la contingencia, la incomprensibilidad de la realidad como una máscara que se coloca para completar un rostro agujereado. Antes del capitalismo, tuvo otras funciones, celebración y magia, conocimiento y dominio, simple placer de crear. ¿Por qué entonces necesitamos crear? Ahí me das la razón, ¿Acaso no está todo bien así y nos podemos quedar tranquilos sin necesidad de inventar hermosas mentiras? ¿Por qué siempre inventar y leer esas ficciones que nos mantienen en una red invisible? Buscamos evadirnos y expresar nuestro mal. ¿Por qué Acab perseguía al monstruo blanco por todos los océanos si ya tenía el buque cargado hasta el castillo del famoso esperma? Buscaba a la ballena porque estaba furioso, ¿no te diste cuenta de que Acab es el héroe de la rabia? Y lo único que podía calmar su desasosiego era la caza del monstruo.
La joven de la silla de ruedas se acercó a la ventana de donde emergía una luz acerada que la bañó por completo, su cuerpo reclinado un poco hacia atrás en la silla parecía a punto de recibir una especie de contemplación. Tengo mi propia teoría sobre quién era la ballena blanca, añadió con un dejo de misterio que empapaba su figura contrahecha en la luz. Vos podés tener una teoría, yo otra, de eso se trata la literatura. Tantas historias como lectores. La ballena blanca, la nada, Dios, la página, la creación ¿la destrucción? No soporto la dialéctica, siglos de Sócrates y nunca vi algo que se parezca a una síntesis. Pero todo esto no importa en lo más mínimo, ni me estás ayudando a inventar la historia que tengo que entregar. Caminó hacia la ventana donde su amiga anegaba sus contornos que se dilataban hacia el exterior como si estuviera pensando en abrirla. Enfrente, una mujer tendía las sábanas en otro edificio que oscilaban en las evoluciones del aire. Otra, lanzó algo que se parecía a un juego de llaves al vacío. La joven de la silla de ruedas contemplaba los brazos de la tendedora. La de los brazos blancos. Imagínate a esa mujer. Todo el día estará cuidando de su casa, de los hijos, la comida, el marido, tal vez también trabaje, lo más probable es que no tenga tiempo para ella. Seguramente encontrará fugaces momentos de felicidad en su vida, reirá con sus niños, hará el amor de vez en cuando en silencio con su marido, disfrutará intensamente el café en la pausa de la oficina. Al llegar a su casa ordenará la ropa que los niños habían dejado tirada, extraerá las sábanas sucias, pondrá un lavado en la máquina, se sentará un rato a mirar el informativo o se pondrá a cortar la carne para la cena. Y ahí me pregunto por qué esa típica mujer de clase media, con una vida sosegada, a quien su familia da felicidad y su trabajo dinero, tendría que sentir la necesidad de evasión de la misma forma que un alcohólico incorpora bebida desmedidamente para alejarse del dolor que lo muerde, y no creo que sea así, no creo que la mujer busque lo mismo que el borracho, hay algo más, mucho más, en el hecho de que ella esté esperando que sea la hora de acostarse para encender la portátil de su mesita de luz, tomar la novela en la página en que la había dejado la noche anterior y acurrucándose lo más cómodamente entre las sábanas, sustraerse una vez más en la aventura. Bien, todas esas reflexiones, están muy bien acotó la escritora acercándose a su vez a la ventana donde el fondo de las sábanas blandía el espacio colgante entre los edificios, pero no me alivia ni un ápice la cuestión del trabajo que tengo que entregar mañana, a esta misma hora. Me refiero a que lo más probable es que nuestra mujer también quiera ser una artista, exactamente como tú y como yo, alguien que a través del libro dibuje un mundo posible, como si tomara la lámpara maravillosa y frotándola, obtuviera su genio presto a realizar las mil y una maravillas, fantasías de amor, de viajes, de pena y exultación.
La joven amiga continuaba con la mirada puesta en la ventana y su resplandor, que ahora comenzaba a invadir con un vapor difuso la atmósfera de la habitación, fundiéndola al espacio de las palabras. Al otro lado de la estancia refulgían los peces del protector de pantalla como si fueran a escapar de su acuario virtual y se prepararan a penetrar el aire venciendo toda barrera. Se sentó frente a la joven amiga en una banqueta que había permanecido debajo de la ventana desde la mudanza. Por un instante contempló sus piernas truncas que acababan en dos muñones desparejos antes de las rodillas. Nunca le había preguntado por los detalles del accidente en la Panamericana, pero recordaba que la joven amiga le había contado que después de la amputación de las extremidades decidió definitivamente dedicarse a la literatura. La causa de esta decisión no estaba en que su estado no le permitiese realizar otras actividades, sino en el hecho de que la literatura simularía un tipo de pierna que ningún aparato ortopédico o silla biónica iba a permitirle. Incluso le había participado la descabellada idea de que volvería a desarrollar sus miembros si llegaba a culminar la obra que en ese momento se encontraba escribiendo, encargada por una de las editoriales multinacionales más importantes de las Américas. Ambas se hallaban frente a frente, sin embargo la luz no podía completar un cuadro simétrico por las piernas mutiladas de la joven.
El capitán Acab, ese monstruo de la furia, con su candor a cuestas, arrastrando a toda la tripulación tras una empresa absurda como atrapar al gran leviatán blanco, prosiguió. ¿Y sabés por qué todos le seguían más allá del miedo que despertaban sus contactos con el misterio, sus amigos negros de las islas orientales y la vieja leyenda que arrastraba junto con su pie de hueso de ballena? Supongo que se trataba de cumplir con un destino particular y de que oponerse contra lo inexorable hubiera sido tarea de un loco. No hubo libertad posible y cualquier intento de rebelión de parte de los tripulantes, había sido abortada bajo la furibunda mirada de Acab, el rítmico percutir que su pata de marfil producía sobre la cubierta como un corazón amotinado contra la voracidad del mar. No, no era esta la razón, se trataba de otra cosa, un viejo instinto humano de rebelión que hubiera arrastrado a masas enteras si no fuera porque la cuestión se desarrollaba en el informe territorio de las aguas. Y creo que si lograras escribir en torno a este tema universal obtendrías el triunfo. Melville es Melville y yo, menganita Pérez, mis pretensiones no llegan a tanto, imagino que tampoco las de la revista. No se trata de complejidad o ambición, sino de cuestiones esenciales, de nudos inacabables que siempre vuelven a reaparecer bajo diferentes máscaras, distintos avatares de la historia. Bien, pero todavía no me dijiste cuál es ese tema famoso que obliga a toda la tripulación a seguir al capitán cojo a las profundidades de un océano perdido. Debes pensar detenidamente acerca de esto, te he dado pistas intransferibles, mecanismos que una mujer de letras jamás debería revelar en su profesión. Mañana vuelvo, estoy segura que ya tendrás escrita tu historia, sólo es cuestión de que las piezas encajen perfectamente en la arquitectura del mundo, y que se transforme en un simulacro capaz de mostrar su maquinaria.
La joven de la silla de ruedas se fue dejando una estela de silencio detrás. Solamente el chirrido acompasado de la silla la siguió hasta la puerta, mientras que ella comenzaba a desgañitarse el marote para poder iniciar la historia. Se quedó un rato bajo la ventana que comenzaba a desaparecer sojuzgada por las sombras de la tarde, mientras los edificios aledaños encendían sus fantasmáticas torres en el mar de la noche, con sus ojos de buey dilapidando rayos de un mundo familiar e íntimo, donde las personas se aprestaban para el descanso mirando la televisión o cenando bajo el resplandor de la electricidad y al cual la escritora sabía que jamás iba a pertenecer.
Volvió a la máquina y con un movimiento brusco del ratón hizo que los peces desaparecieran tras la pantalla. Cargó Moby Dick, una edición colombiana muy buena que había leído en los tiempos de su adolescencia. Comenzó a repasar algunos capítulos del libro al tiempo que el silencio se iba instalando en las calles en sustitución del tráfico. Entre otras cosas la novela era un completo tratado sobre ballenas, el análisis que Melville hacía de éstas era el de un zoólogo. Repasó capítulos enteros sobre la pequeña industria de ultramar, se contaba cómo vaciaban a los animales hasta transformarlos en el fino aceite energético. Sin embargo el manual de caza estaba imbuido de algo que volvía un libro de aventuras en una obra maestra. La construcción del personaje en su desnudo hermetismo, en su malditismo magnético, con sus motivaciones no siempre explícitas y sobre todo, el planteo de la persecución como la práctica de un arte que enlazaba los acontecimientos con una cuestión de una profunda vitalidad. Entonces volvió a hacerse la misma pregunta que en el principio ¿qué llevaba al capitán Acab a la incansable persecución, a expensas de haber obtenido el esperma del que la bodega de la nave se hallaba repleta? Era verdad que Moby Dick le había devorado la pata al capitán obligándolo a sustituirla por una de hueso. Pensó que tal vez no importara la respuesta y que el logro de haber formulado la interrogante lanzaba una luz nueva que intentaba abrirse paso en la comprensión de este núcleo duro y que el avance en el conocimiento consistía precisamente en eso, en la posibilidad de plantear una pregunta determinada como una gran red que quisiera apresar el vacío.
Entonces decidió que la historia que iba a contar se armaría con diversos hechos que remontasen a un punto en común: el planteo de la interrogante. Le pareció que invertir el desarrollo natural del relato podría a llegar a ser original y de paso tal vez diera con la respuesta acerca del capitán. Imaginó que si partía de una respuesta dada como del inicio de un problema a resolver, se le abrirían múltiples posibilidades que incluso podrían rever la causalidad del modo lógico de unir los hechos. Si la respuesta fuese por ejemplo “Mathilda decidió volver a Tomuhec, ciudad en la que había nacido hacía cincuenta años” podía imaginar distintas formas que explicaran por qué Mathilda decidió volver, incluso si esta postura no implicaba hechos de su pasado. Porque toda elaboración de una respuesta implicaba, al fin y al cabo, una sucesión temporal encadenada o el ensamblaje imaginario en una ristra de acontecimientos. Entonces comenzó a vislumbrar una vez más la conclusión inicial, como si estuviera dando círculos que repetían la inercia de los hechos, la idea de que la aventura era tan sólo un verbo conjugado, un hecho desplegado en el tiempo que configuraba el rostro más aciago de la naturaleza, su condenación explícita a un desenlace.
Hacía rato que la noche había ceñido la cintura de la ciudad y los edificios se habían ido apagando como navíos que se pierden en un mar inconmensurable. También el silencio era profundo, interrumpido por el motor remoto de un ómnibus o el lamido del viento en las cornisas. Tampoco había prendido ninguna luz, solamente la pantalla de la computadora parpadeaba como una vieja cansada con la única frase clavada a su frente. Pronto llegaría la mañana y debería ir a la revista con la historia terminada. Comenzó a teclear al principio dubitativamente. El texto comenzó a avanzar a expensas de su propia energía como si alcanzase una autonomía que iba más allá de sus esquemas motivacionales. Era la dura historia de Mathilda en aquella ciudad extranjera, eran los extraños hechos que la hicieron volver a su aldea natal a resolver el problema que la había perseguido como un espectro inexcusable que la acechaba desde los rincones y a unos pasos a la izquierda cuando ella se sentaba a tomar té, hasta que por fin se había materializado en aquel hecho espantoso que la había llevado de vuelta en busca de la respuesta.
La historia comenzó a desarrollarse por su propia mecánica, todo era simple y claro, Mathilda avanzaba sobre las penalidades de su vida hasta encontrar la explicación, ese camino habría de llevarla a la aldea en la que había nacido. La revelación que iba a obtener hacia el desenlace estaba destinada a sacudir sus convicciones como si un torbellino hiciese caer de repente el velo dispuesto sobre la verdad y detrás de éste no existiera sino una escenografía irreal, en donde el mobiliario estaba dispuesto desde el principio de su tiempo. No había habido libertad, sólo un engaño para controlar el reino de la necesidad de donde Mathilda había surgido. Después del reconocimiento, era imposible continuar, lo único que quedaba era sentarse en la puerta del zaguán que miraba al desierto para contemplar los innumerables granos de arena que se aglutinaban en torno a los remolinos para cubrir con una fina capa de olvido la historia de la tierra.
Cuando acabó el relato un fulgor de madrugada recorría los rincones como una bestia sonámbula que se diera empellones contra los muros. Intentó levantarse, había perdido hasta la propia sensación de su cuerpo imaginando la historia de Mathilda, concentrándose hasta en los más mínimos detalles para que no sobrara ningún hilo y los hechos encajaran perfectamente como cuando una máquina pasa desapercibida en su funcionamiento. Entonces sintió una conmoción que la desmigajaba desde adentro y perdió el conocimiento, desparramándose en el suelo.
Cuando abrió los ojos la claridad inundaba la habitación, pensó que seguramente se había desmayado por el estrés y el cansancio. Inmediatamente recordó que debía llevar el relato a la revista antes de que cerrara la edición, el jefe le había dado el ultimátum varias veces ante lo que siempre clamaba por un par de días más de tiempo. Al final terminaba concediendo porque alegaba que tenía cosas mucho más importantes en qué pensar antes que en una historia para la contratapa. Pero el tiempo se había terminado y después de tamaño esfuerzo por fin el relato tomó la forma que ella había querido estamparle. Pensaba en esto mientras miraba el techo, al mismo tiempo que empezaba a sentir una sensación extraña: era como si de la cintura para abajo no hubiera nada, como si la percepción habitual de sus extremidades hubiera desaparecido y en su lugar no quedara más que un vacío inconcluso. Trató de moverse pero fue en vano, su brazo derecho chocó con la consistencia dura del metal, los rayos de la rueda de la silla se hallaban a su lado como un sol radiante. Entonces irguió el cuello y la mitad del tronco hasta lo que dieron sus fuerzas. Contempló con espanto un cuerpo escindido, con los fémures incompletos que era suyo y entonces gritó su desesperación a la luz llena de la mañana, que avanzaba como leche blanca y fugitiva anunciando que la vida continuaba, que no hacía más que avanzar por los caminos del tiempo, y no hacía más que iluminar los jirones rotos que se expandían hacia los lados y entonces, a pesar de su olvidada tribulación, de que aquél cuerpo deshecho siempre le había pertenecido, comprendió, bajo la algarabía de la mañana que resonaba en los pasillos y en los ángulos de la calle, qué había impulsado como un motor exangüe pero continuamente alimentado por los carbones del furor y del remordimiento al capitán Acab y la persecución que había llevado a él y a sus compañeros hasta el abismo sin nombre.
Biografía de Lucía Delbene
Lucía Delbene (Salto, Uruguay, 1975). Poeta, narradora, exploradora literaria y docente uruguaya.
En poesía ha publicado Garza en garza (Botella al mar, 2009) y Taurolabia (Revista Lo que vendrá, 2012).
En narrativa La homicida de las flores (2001, Revista Cantá Odiosa), El libro de los peces (Trópico Sur, 2013) y diversos artículos sobre poesía en revistas electrónicas nacionales, hispanoamericanas y extranjeras: H Enciclopedia, No Retornable, Piedra Alta, Revista Lab, Revista Sic, Alter/nativas.
Actualmente se desempeña como profesora de literatura de enseñanza media, escritora e investigadora.