Carta 1: las cartas a un joven poeta de Maria Rilke

Un joven poeta le envía sus primeros poemas a un escritor llamado Rainer Maria Rilke. Para su sorpresa, no solo recibirá la respuesta del escritor comentando sus poemas, empezará una correspondencia donde Rainer mostrará sus reflexiones sobre la literatura, la crítica, el amor y la soledad.

Introducción

Inicios de 1900. Cuando el cadete y aspirante a poeta Franz Xaver Kappus, de la Academia Militar austriaca de Wiener Neustadt, se enteró que el libro que le gustaba —y que tenía entre manos— le pertenecía a un ex alumno de uno de sus profesores, pensó inmediatamente que había encontrado un excepcional lector para sus primeros poemas. Escribió una carta, recopiló sus poemas y los envió al poeta, que firmaba con el nombre de Rainer Maria Rilke.

Cartas a un joven poeta es eso, una correspondencia entre Rainer Maria Rilke y un joven aspirante a escritor. Diez cartas escritas entre 1903 y 1908, donde Rilke escribe sus apreciaciones sobre los primeros poemas de Kappus, pero que aprovecha para elaborar ensayos sobre el arte, la literatura, el amor y la soledad.

En la primera carta Maria Rilke tenía 27 años y había publicado al menos 7 libros. Probablemente los poemas que había leído Kappus pertenecían a los libros Ofrenda a los lares, Coronado de sueños, Adviento o El libro del peregrinaje.

Prólogo de Cartas a un joven poeta

Cartas a un joven poeta se publica en 1929, tres años después de la muerte de Rainer Maria Rilke.

Rainer no había guardado estas cartas, y es Franz Xaver Kappus —el joven poeta— quien guarda estos documentos y consigue publicarlos.

En el prólogo del libro, podemos encontrar la historia de Kappus y Rainer Maria Rilke. Escrita 20 años después de la última carta.

\”Sucedió a finales de otoño de 1902. Yo me encontraba sentado en el parque de la Academia Militar de Wiener-Neustadt, bajo unos castaños seculares, y leía un libro.
Estaba tan absorto en la lectura que casi no me di cuenta de que se me acercaba el único profesor no militar de nuestra academia, el erudito y bondadoso sacerdote Horacek. Tomó el libro de mis manos, observó la cubierta y meneó la cabeza: «¿Poesías de Rainer Maria Rilke?», preguntó pensativo. Después hojeó el libro, leyó por encima algunos versos; miró, meditabundo, a lo lejos y, finalmente, hizo un gesto afirmativo con la cabeza: «Vaya, con que el interno Rene Rilke ha llegado a ser poeta…».
Y así supe de aquel muchacho delgado y pálido, a quien sus padres, hacía más de quince años, habían internado en la escuela militar de Sankt-Pölten para que, con el tiempo, llegara a ser oficial. Por aquel entonces, Horacek era el capellán de la escuela y ahora recordaba al antiguo interno con precisión. Me lo describió como un muchacho tranquilo, serio, muy capaz. Le gustaba mantenerse aparte, soportaba con paciencia la presión de la vida en el internado y al terminar el cuarto año se trasladó con los demás compañeros a la Escuela Militar Superior que se encontraba en Märisch Weisskirchen. Allí comprobó con toda certeza que su constitución no era lo bastante fuerte, por lo que sus padres lo sacaron de la escuela y lo llevaron a su casa de Praga para allí proseguir los estudios. Pero Horacek ya no tenía más datos acerca del desarrollo de su vida posterior.
Es fácil comprender que, después de aquella conversación, en esa misma hora, yo me decidiera a enviar mis tanteos poéticos a Rainer Maria Rilke y a pedirle su opinión al respecto.
No había cumplido aún los veinte años, estaba en el umbral de una profesión que sentía contraria a mis inclinaciones. Esperaba que si en alguien había de hallar comprensión, ese alguien había de ser precisamente el autor del libro Para celebrarme. Y casi sin querer escribí una carta de presentación para mis versos en la que me abría a una segunda persona con tanta sinceridad como nunca había hecho antes y como jamás volvería a hacerlo.
Pasaron muchas semanas hasta que llegó la respuesta. La carta certificada era de color azul, llevaba matasellos de París, pesaba y la letra del sobre mostraba los mismos trazos claros, armoniosos y seguros con los que estaba escrito el texto desde la primera hasta la última línea. Y así comenzó mi correspondencia regular con R. M. R., que se prolongó hasta finales de 1908. Después, se extinguió poco a poco porque la vida me condujo a dominios de los cuales, precisamente, me había querido preservar la solicitud cálida, delicada y entrañable del poeta.
Pero eso no tiene ninguna importancia. Importantes son sólo las diez cartas que ahora siguen. Importantes para el conocimiento del mundo en el que R. M. R. vivió y creó; también lo son para muchos de hoy y de mañana que crecen y se van haciendo. Pero donde habla aquel que es grande y único, los pequeños tienen que guardar silencio.
Junio de 1929.\”

Un ensayo sobre el oficio de escribir

De estas cartas, hemos seleccionado la primera, escrita el 17 de febrero de 1903, en París. En esta carta, más que en ninguna otra, se revela la visión que tiene Rilke sobre la literatura, la crítica literaria, y sobre cómo el autor debe adentrarse en sí mismo para encontrar su voz.

Aunque Rainer Maria Rilke falleció siendo un autor reconocido por obras como Elegías de Duino, Sonetos a Orfeo y su única novela Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. Es con Cartas a un joven poeta que Rilke se consagra como uno de los autores más populares y relevantes en lengua alemán.

Mientas tanto, el joven poeta Franz Xaver Kappus —siguiendo los consejos de Rilke— desarrolló una carrera militar/literaria. Escribió guiones de películas, como Les voleurs de gloire, de Pierre Marodon (Francia, 1926), y escribió novelas como Catorce sobrevivientes o El jinete rojo.

Carta 1: París, a 17 de febrero de 1903

Muy distinguido señor:

Hace sólo pocos días que me alcanzó su carta, por cuya grande y afectuosa confianza quiero darle las gracias. Sabré apenas hacer algo más. No puedo entrar en minuciosas consideraciones sobre la índole de sus versos, porque me es del todo ajena cualquier intención de crítica. Y es que, para tomar contacto con una obra de arte, nada, en efecto, resulta menos acertado que el lenguaje crítico, en el cual todo se reduce siempre a unos equívocos más o menos felices.

Las cosas no son todas tan comprensibles ni tan fáciles de expresar como generalmente se nos quisiera hacer creer. La mayor parte de los acontecimientos son inexpresables; suceden dentro de un recinto que nunca holló palabra alguna. Y más inexpresables que cualquier otra cosa son las obras de arte: seres llenos de misterio, cuya vida, junto a la nuestra que pasa y muere, perdura.

Dicho esto, sólo queda por añadir que sus versos no tienen aún carácter propio, pero sí unos brotes quedos y recatados que despuntan ya, iniciando algo personal. Donde más claramente lo percibo es en el último poema: “Mi alma”. Ahí hay algo propio que ansía manifestarse; anhelando cobrar voz y forma y melodía. Y en los bellos versos “A Leopardi” parece brotar cierta afinidad con ese hombre tan grande, tan solitario. Aun así, sus poemas no son todavía nada original, nada independiente. No lo es tampoco el último, ni el que dedica a Leopardi. La bondadosa carta que los acompaña no deja de explicarme algunas deficiencias que percibí al leer sus versos, sin que, con todo, pudiera señalarlas, dando a cada una el nombre que le corresponda.

Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los compara con otros versos, y siente inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien —ya que me permite darle consejo— he de rogarle que renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie… No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: “¿Debo yo escribir?” Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un “Si debo” firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida. Que hasta en su hora de menor interés y de menor importancia, debe llegar a ser signo y testimonio de ese apremiante impulso. Acérquese a la naturaleza e intente decir, cual si fuese el primer hombre, lo que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de amor. Rehuya, al principio, formas y temas demasiado corrientes: son los más difíciles. Pues se necesita una fuerza muy grande y muy madura para poder dar de sí algo propio ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte, brillantes legados. Por esto, líbrese de los motivos de índole general. Recurra a los que cada día le ofrece su propia vida. Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que lo rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el recuerdo.

Si su diario vivir le parece pobre, no lo culpe a él. Acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues, para un espíritu creador, no hay pobreza. Ni hay tampoco lugar alguno que le parezca pobre o le sea indiferente. Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas paredes no dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atención hacia ella. Intente hacer resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado. Así verá cómo su personalidad se afirma, cómo se ensancha su soledad convirtiéndose en penumbrosa morada, mientras discurre muy lejos el estrépito de los demás. Y si de este volverse hacia dentro, si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos. Tampoco procurará que las revistas se interesen por sus trabajos. Pues verá en ellos su más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su propia vida.

Una obra de arte es buena si ha nacido al impulso de una íntima necesidad. Precisamente en este su modo de engendrarse radica y estriba el único criterio válido para su enjuiciamiento: no hay ningún otro. Por eso, muy estimado señor, no he sabido darle otro consejo que éste: adentrarse en sí mismo y explorar las profundidades de donde mana su vida. En su venero hallará la respuesta cuando se pregunte si debe crear. Acéptela tal como suene. Sin tratar de buscarle varias y sutiles interpretaciones. Acaso resulte cierto que está llamado a ser poeta. Entonces cargue con este su destino; llévelo con su peso y su grandeza, sin preguntar nunca por el premio que pueda venir de fuera. Pues el hombre creador debe ser un mundo aparte, independiente, y hallarlo todo dentro de sí y en la naturaleza, a la que va unido.

Pero tal vez, aun después de haberse sumergido en sí mismo y en su soledad, tenga usted que renunciar a ser poeta. (Basta, como ya queda dicho, sentir que se podría seguir viviendo sin escribir, para no permitirse el intentarlo siquiera.) Mas, aun así, este recogimiento que yo le pido no habrá sido inútil: en todo caso, su vida encontrará de ahí en adelante caminos propios. Que éstos sean buenos, ricos, amplios, es lo que yo le deseo más de cuanto puedan expresar mis palabras.

¿Qué más he de decirle? Me parece que ya todo queda debidamente recalcado. Al fin y al cabo, yo sólo he querido aconsejarle que se desenvuelva y se forme al impulso de su propio desarrollo. Al cual, por cierto, no podría causarle perturbación más violenta que la que sufriría si usted se empeñase en mirar hacia fuera, esperando que del exterior llegue la respuesta a unas preguntas que sólo su más íntimo sentir, en la más callada de sus horas, acierte quizás a contestar.

Fue para mí una gran alegría el hallar en su carta el nombre del profesor Horacek. Sigo guardando a este amable sabio una profunda veneración y una gratitud que perdurará por muchos años. Hágame el favor de expresarle estos sentimientos míos. Es prueba de gran bondad el que aun se acuerde de mí, y yo lo sé apreciar.

Le devuelvo los adjuntos versos, que usted me confió tan amablemente. Una vez más le doy las gracias por la magnitud y la cordialidad de su confianza. Mediante esta respuesta sincera y concienzuda, he intentado hacerme digno de ella: al menos un poco más digno de cuanto, como extraño, lo soy en realidad.

Con todo afecto y simpatía,
Rainer Maria Rilke

Biografía de Rainer Maria Rilke

René Karl Wilhelm Johann Josef Maria Rilke (Praga, Imperio Austrohúngaro, 4 de diciembre de 1875 — Val-Mont, Suiza, 29 de diciembre de 1926), es considerado uno de los poetas más importantes en lengua alemán de todos los tiempos.

Ha escrito Vidas y canciones, Ofrenda a los lares, Coronado de sueños, Historias del buen Dios, El libro de las horas, El libro de las imágenes, Canción de amor y muerte del corneta Cristóbal Rilke, Los Cuadernos de Malte Laurids Brigge, Elegías de Duino, Sonetos a Orfeo, Cartas a un joven poeta, entre otros.

Una infancia difícil

Su infancia no fue la mejor. Tras no superar el fallecimiento de su primogénita hija, la madre de René, obligó a su hijo a vestirse de niña hasta los cinco años.

A los 9 años sus padres se separan. René con su madre pasan a vivir a Viena, donde a los 11 años —obligado por su padre— ingresa a la Escuela militar secundaria de Sankt Pölten, que más tarde calificaría como un abecedario de horrores.

Es en esta escuela donde años más tarde ingresaría Franz Xaver Kappus, a quien dirigiría sus famosas Cartas a un joven poeta.

Desarrollo literario

A partir de 1985 estudia literatura, historia del arte y filosofía en Praga y Munich. Durante este periodo René cambiaría su nombre por Rainer, nombre con el que empezaría a publicar todas sus obras.

En Munich conoce a Lou Andreas Salomé, escritora rusa y conocida amiga de Friedrich Nietzsche, Sigmund Freud —y casada con Paul Rée—, con quien mantuvo un romance entre 1987 y 1899, y que fue compañera suya hasta su muerte.

En 1900 Rilke reside en la colonia de artistas de Worpswede, ahí conoce a la escultora Clara Westhoff, con quien se casaría al siguiente año y tendría una hija llamada Ruth.

Sin embargo, Rilke no reside con su familia y se dedica a viajar y escribir por toda Europa, conoce a Auguste Rodin, Paul Cézanne e Ignacio Zuloaga. En estos años publica uno de sus libros más populares: Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, una novela empezada en 1904 y culminada en 1910, con alto contenido autobiográfico.

Primera guerra mundial

En 1914, la primera guerra mundial sorprende a Rainer Maria en Alemania, donde mantenía una relación con la pintora expresionista Lou Albert–Lasard.

Es llamado a incorporarse al ejército austrohúngaro. Sin embargo, amigos suyos interceden por él, y en menos de 6 meses es dispensado del servicio militar.

Después de la guerra sigue viajando por Europa, completando sus proyectos Elegías de Duino y Los sonetos de Orfeo.

Últimos años

A partir de 1923 empieza a padecer problemas de salud, tiene una relación con la artista Baladine Klossowska —madre del pintor Balthus y del artista y filósofo Pierre Klossowski.

Debido a su enfermedad, Rainer viaja entre sanatorios de Francia y Suiza.

El 29 de diciembre de 1926 fallece Rainer Maria Rilke en el sanatorio Val-Mont. Tras su muerte se llega a conocer que la enfermedad que padecía por años era leucemia. Sus restos fueron enterrados en el cementerio de Raron, escogiendo Rainer su epitafio:

Rosa, oh contradicción pura, deleite
de ser sueño de nadie bajo tantos
párpados.

Póstumamente se publica su libro más famoso Cartas a un joven poeta, con cartas escritas entre 1903 y 1908, además de la agrupación de sus Requiem.

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